Jorge Martínez Mejía (Imagen de Lyure Martínez, 2022)
Por Óscar Urtecho
Ojo de bestia es un libro que refleja la búsqueda y las contradicciones sobre la concepción misma de la poesía que su autor tiene. Esta es una virtud. Si estas contradicciones no se evidenciaran, estaríamos ante un autor que cae en un cliché: ¿cuántos no han pretendido refundar la poesía? Pero en Jorge Martínez, que reniega de la palabra poética delicada y académica, cuando lo leemos encontramos la palabra poética delicada y académica, y también el más humano lenguaje del barrio y las reuniones de amigos. Encontramos un intento genuino de transmitir su experiencia vital, pero también referencias a Michel Foucault y otros autores de reconocida calaña académica.
Ojo de bestia intenta dejar de ser poesía de gabinete, de académico rodeado de libros, para convertirse en una poética de lo real. Lo real en esta poesía es la violencia que se vive en Honduras, pero también el lenguaje popular, lo real es la vida. Martínez quiere retratar la vida. En el otro lado de esta poesía está el buen gusto, lo literario, la modernidad, la pose intelectual, el poeta que no vive en una torre de marfil sino en un mundo azul donde opera desde una superioridad inhumana. El poeta que con su poesía construye Martínez es totalmente humano, falible, aunque también bebe guaro románticamente, un viejo cliché “intelectual”.
Este libro es una postura estética ante el acto creador. Hay en ella ecos de Rimbaud, pero también de la antipoesía de Parra, de Bukowski, de Papasquiaro, de Nelson Merren y hasta de Roberto Bolaño. Así se construye una poética (levemente) solemne y humorística a la vez, hasta el punto que no sabemos si hablar de asesinar a la poesía es una broma o una convicción. Esta ambivalencia es su riqueza. Visto así, lo real consiste en que lo expresado forme parte de la experiencia del poeta y no sea un símbolo distante que usa porque es bonito o poético. En el fondo, Jorge Martínez quiere lo mismo que Enrique González Nájera quería hace más de 80 años:
Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumajeque da su nota blanca al azul de la fuente;él pasea su gracia no más, pero no sienteel alma de las cosas ni la voz del paisaje.
En este proceso entonces es necesaria la búsqueda de un lenguaje simbólico propio, ajeno al lenguaje de nuestros conspicuos poetas (esta es una aspiración mínima que se le puede exigir a quien hace poesía). El símbolo ya no son las “muchachas que vuelven de las aulas felices como peces”, como en Roberto Sosa, sino una muchacha asesinada y probablemente ultrajada. Lo social ya no es el discurso sobre la pobreza y la violencia, es la imagen de la pobreza y la violencia.
Es en la búsqueda de ese nuevo universo de significados donde está la virtud de esta poesía. En querer sinceramente resignificar la misma poesía. Si se logra, lo juzgarán los buenos lectores. Pero Jorge Martínez busca esto con toda la voluntad de ser. Arrasa y quema el suelo, incendia la poesía, algunas veces desde la teatral alusión a una boina y otras desde la misma estructura que dinamita para construir sus formas poéticas. Todo esto para hacer de las cenizas una voz propia.
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