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YORCH: UN ANDROIDE ASESINO DE POETAS

 


Portada de Ojo de bestia, el primer libro hondureño cuya imagen de portada fue diseñada por una inteligencia artificial.



Bajo el cuidado editorial de La Hermandad de la Uva, sale la primera edición de "Ojo de bestia", del escritor hondureño Jorge Martínez Mejía.


Por Juan José Bueso


Similar a Roy Batty, el replicante demasiado humano de la película Blade Runner (1982), Jorge Martínez Mejía, nos dice en Ojo de bestia que “Son espejismos los poemas, no dicen nada”, que todos los versos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Para Yorch “la poesía es otra cosa”, por eso se pregunta si “solo está hecha de palabras” y por eso mismo, descarga su artillería y hartazgo contra lo que se considera poesía y en similar escala, contra los poetas; en especial, los diletantes que pululan -ahora más que nunca- en nuestro patio, con la venia de las mayorías de la minoría cultural. A ellos les llama “profetas mudos”, “turistas de la república de las letras” y los acorrala como un implacable androide asesino de poetas. 

Esta visión desencantada y muchas veces ácida del ejercicio poético, del discurso literario predominante y la consiguiente denuncia de la pose y del patético intento de show mediático por parte de los poetas, hacen que este poemario sea un artefacto futurista cortopunzante, que si lo tomamos del lado equivocado podemos herirnos con la cuota de realidad y profecía que nos toca. Porque, al fin y al cabo, “nos preparamos para desaparecer” y lo que alguna vez fue considerado un oficio de grandes mentes, para Yorch es inclinarse sobre un montón de tierra donde una sucia musa yace muerta en lo profundo de una olvidada montaña. 

 

La estética grado cero 

 

En Ojo de bestia, Yorch le dice a ese poeta acorralado: “Vos querés ser el número uno, yo prefiero el cero”. También le reclama: “Sos un carajo al que le han dicho que escribe poesía y apenas se ha preguntado qué es esa cosa vacía que se hace con palabras”.  Sobre esa cosa vacía que se hace con palabras, Yorch construye su artefacto, desde la tumba de la poesía y la suya propia, pues no en pocos fragmentos habla de su muerte y de su propio olvido. 

De esta estética del grado cero, de ese reclamo que reconoce inútil, de esa nada, de esa pregunta incómoda que nos lanza “¿No creen que a todos les falta un tornillo?”, renace una poética en formas que han encontrado en sí mismas su vacío eco de autorreconocimiento, su sucia pureza. En el azaroso camino que bordea el abismo de los significantes, Yorch parece haber encontrado algunas certezas: “La poesía no existe, existe la vida”, “Ser demasiado intelectual es dejar de vivir”, “Escribir no cuesta, lo que cuesta es vivir”. Y es que Jorge nos dice que las mejores pláticas se dan en las borracheras y los mejores poemas son los que no se venden como ejercicios sublimes en un libro, incluso, los mejores poemas no se escriben, solo se viven; porque no habrá un atardecer en palabras que supere un atardecer real visto con nuestros ojos, ni tampoco labios carnosos más deseables, que los besados de verdad, aunque vengan de los labios de una meretriz o precisamente por eso. 

Yorch llama “pobres imbéciles” a los que aspiran a un premio o reconocimiento literario y al mismo tiempo parece compadecerse de los poetas que nunca recibieron uno en vida. A los primeros los ve como débiles, a los segundos como mártires de una situación que no necesitaba ningún mártir en primer lugar. Mientras tanto, él trabaja duro “borrando versos de mal cuño” y no le importa si llevan en la pizarra años o décadas, no le importa si la pizarra queda sin la más mínima huella de un quehacer que considera “burgués” por naturaleza, al menos en sus expresiones más banales, de recitales, de pompas y de palmaditas en la espalda.    

 

Las cimas y los barrancos  

 

Entonces, asomado Yorch en el abismo, en ese profundo barranco al que llama “botadero de palabras”, nos invita a quemar sus mejores páginas, así como él quemaría las nuestras sin ninguna ceremonia. Nos invita a mirar con morbosidad lúdica a ese poeta atorado en el cuello de una jirafa que muchas veces somos. Hay en Ojo de bestia una noción de juego que nos lleva a cimas poéticas de considerable deleite. 

 

La libertad que abandera Jorge en estos textos -que solo la poesía da, como afirma en un verso- lo lleva por caminos estéticos que recuerdan a los grandes muertos del género. En Yorch hay antipoesía y poesía en una guerra sin tregua, la prosa también entra en pugna y se convierte en otro vehículo efectivo para su manifiesto. Hay versos que destilan una militancia política que adquiere la distancia adecuada para decirnos que “Somos una revolución que no sabe que es una revolución”. También encontramos poemas de una insólita nostalgia, como el poema “Pero nunca el otoño”, en donde nos dice que La traviata la escuchó en una “cháchara de grabadora” y que el otoño es una cosa europea, que el mundo es bello sin esta estación. Ese afán de desacralizar viejos tópicos poéticos es recurrente en todo el libro.  A través del “ojo de bestia” del yo poético, vemos desnuda a la musa que Jorge desprecia una y otra vez.  

 

Por el motivo anterior es inevitable no señalar que hay en todo el libro una relación conflictiva con esa musa, que es la poesía misma, a la cual llama “Pobre poesía mía, tan horrible y desnutrida”, y nos advierte de no abrirle la puerta, pues “se come el calor de las cosas el pan la luz de las maceteras”. 

 

Sin embargo, poco a poco va reconciliándose con ella, porque le habla como si comprendiera todo su desdeño, ella le responde: “Siempre ibas a venir, (...) ya lo sabía”. Y así el poeta vuelve al lugar donde la enterró, porque al final “la montaña nunca se va, no se aleja” y siempre puede regresar a inclinarse y escuchar cómo vuelve a nacer de entre las entrañas de la tierra húmeda, llena de poéticos gusanos. Como todavía no hay una inteligencia artificial capaz de simular la siguiente imagen, cierro este comentario con un ejercicio imaginativo. Piensen en Yorch como un androide en lo alto de una montaña que observa con su ojo de bestia, despojado de idealismos, el paisaje de una ciudad funesta, mientras sostiene en su mano “la inútil flor de la poesía".



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