Por Helen Umaña
Jorge Martínez Mejía (Las Vegas, Santa Bárbara, 1964) escribió El mundo es un puñado de polvo (2011), novela que, en lugar de proporcionar la satisfacción y alegría que otras provocan, nos llena de pesar y vergüenza porque todas las vidas de las cuales se habla (niños, jóvenes, madres, abuelas…) no son entes de ficción. Tal vez, sin excepción, son retratos de personas que, por razones de trabajo, conoció. También porque los hechos (crueles, sangrientos, delictivos o no) que se les atribuyen (como víctimas o victimarios) realmente ocurrieron en San Pedro Sula en las últimas décadas.
Histórica y socialmente son el resultado de la organización social que se impuso desde la etapa colonial con el propósito de seguir beneficiando a los sectores poderosos y
continuar explotando a criollos, indios, y mestizos, sector al que se le negaron los elementos indispensables de una vida digna. Y lo que más pesar provoca es saber que las condiciones que propician la flagrante y generalizada injusticia —ya que no han desaparecido las causas— siguen operando en la misma forma. Con el correr de los años, la responsabilidad de seguir en lo mismo, por omisión o acción, es de toda la ciudadanía que se adhiere al cómodo “dejar hacer”, “dejar pasar” y es enemiga de cualquier cambio que en verdad lo sea.
En la novela, como si fuesen retazos de un enorme tapiz, Martínez selecciona varios hechos o anécdotas que ilustran alguna faceta en la vida de diferentes personas. Siempre se percibe una simpatía o solidaridad con los personajes más débiles y nunca desciende a lo procaz o chocarrero. Además, con frecuencia, el lenguaje alcanza fuerza poética. Dice un pandillero:
Siente, siente la muerte, siente la enorme arruga en la camera que te busca con sus alas negras, extendidas sobre el aire de la tarde. La muerte, la llaga rota, la verdad, la presencia oscura de ese misterio que te sigue y te atrapa más temprano que tarde. Nadie te ha visto caer, nadie te lleva en hombros para celebrar una boda en medio de las mariposas, nadie canta a esa hora terrible en que callas con la voz ahogada en medio de los dedos. ¡Yo siento el espíritu de la muerte, perrito! ¡Yo siento las balas! ¡Quisiera estar preso mejor, con ustedes, aquí, aquí es más seguro que en las calles! ¡Allá nadie te ayuda, todos te miran con desprecio y con miedo! ¡Mire, perrito, yo no voy a durar mucho… siento la muerte, siento miedo de que en cualquier parte me agarren a tiros! (2011: 20).
Leer esta novela provoca un sentimiento de vergüenza por pertenecer a una sociedad que ha permitido llegar a esos extremos de injusticia y discriminación ya que se habla de vidas destrozadas porque carecieron, a lo largo de su existencia, de los estímulos necesarios para construir sus vidas sobre bases sólidas. Cada personaje es un retrato de vidas que no han sido inventadas. Su autor —por cuestiones de trabajo, lo reiteramos— las conoció y las registró en su memoria con un palpable sentido de solidaridad. En síntesis, un desnudar completo de una sociedad que ha sido caldo de cultivo de lo que la novela recrea en forma convincente.
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