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Por Jorge Martínez Mejía
PUENTE DE LOS HOMBRES HUMILLADOS
Mi viejo camarada, poeta, decidió construir,
dulcemente, un puente infinito, para que pasaran por él,uno a uno,
los hombres humillados de la tierra.
Ahí van, como animales devastados,
heridos de frío, sujetos sin nombre,
sin voz,
sin presente,
sin mañana,
sin salida a ningún lado.
Ahí van.
Algunos llevan, a rastras, viejas latas,
otros apilan en sus cuellos inútiles colguijes,
que en otro tiempo, quizás, fueron recuerdos.
Del otro lado solo hay cenizas.
Huellas de antiguos incendios,
balazos,
crismas reventadas,
manchas de sangre en las paredes,
grafitis y rayones con el hueso.
Del otro lado del puente,
la bruma apenas deja ver cientos de cuerpos amontonados,
amarillentas falanges regadas por el suelo,
hilos de sangre coagulada.
Del otro lado del puente,
en los hospitales,
en las cárceles,
en las habitaciones olvidadas,
en los autobuses convertidos en chatarra,
en las morgues,
en las muertas líneas férreas,
en los pasillos solitarios de los aeropuertos,
en las iglesias escandalosamente silenciadas,
en las mazmorras de los mercados,
en los bares cerrados a portazos de ventisca,
en las cajas de los ataúdes abiertos al beso de la noche;
en fin, del otro lado del puente, construido dulcemente,
por mi camarada,
poeta,
solo queda nuestra esperanza,
perdida,
dando vueltas como una loca,
porque no hay nombre para nombrarla,
para consagrarla.
Porque el centro de su centro necesita un nombre incandescente,
un poco de fuego y furia, más que un viejo puente para hombres humillados.
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