NO SABÍA QUE EL RUMOR DE MI MAL COMPORTAMIENTO ME HABÍA HECHO GIGANTE
Por Jorge Martínez Mejía
Los tipos dedicados al arte de escribir versos
desfilaban en un torrente singular, serpenteante.
Arriba, en la plaza, también miles de pájaros
foucalteanos gritaban hasta enloquecer.
Cada uno sacaba su etiqueta de alcurnia brava.
Unos, de pulcra letra dórica, otros apenas
recordaban a Maiakovski.
Otros, los más salvajes, tiraban a la hoguera a
Roberto Sosa.
Algunos más inútiles, como yo, apenas sabíamos del todo
a lo que se refería el zafarrancho.
El gentío se ahogaba en tropel, sin sentido y sin recompensa.
A Roberto Sosa quítenle lo político y solo dejen lo poético, dije,
sin saber del todo a qué venía aquello.
Fui atado de inmediato y llevado de tolva en tolva fuera del gentío.
Años después, en un bar de poca monta, echándome una cerveza,
los lugareños se inclinaban ante el enorme signo de interrogación.
Abajo del cuadro, delante del que alzaban las cervezas,
decía en letras de molde:
sin saber del todo a qué venía aquello.
Fui atado de inmediato y llevado de tolva en tolva fuera del gentío.
Años después, en un bar de poca monta, echándome una cerveza,
los lugareños se inclinaban ante el enorme signo de interrogación.
Abajo del cuadro, delante del que alzaban las cervezas,
decía en letras de molde:
Aquí está el diente quebrado, la cara cortada, y la cabeza rota.
Aquí está el hijo de puta que no sabía nada de poesía y abrió la jeta.
¡Viva el hijo de puta!
¡Viva el poeta imbécil! ¡Te amamos pendejo sin nombre!
Aquí está el hijo de puta que no sabía nada de poesía y abrió la jeta.
¡Viva el hijo de puta!
¡Viva el poeta imbécil! ¡Te amamos pendejo sin nombre!
Y se hubieran lanzado de un trago al mismo demonio.
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