A Gustavo Campos, mi amigo por siempre.
Por Jorge Martínez Mejía
Minutos después estalló en miles de voces y adquirió el estatus que había soñado.
Minutos después caminó por la línea férrea, por los bulevares, por las enormes orillas rojas de los ríos y recorrió los platanares que jamás había imaginado. Y caminó relajado y mandó sus ojos abiertos, recién lavados, a todas las embajadas y las editoriales a refrescar las hojas y las palabras moradas de sus últimos poemas. Tenía letra pequeña, fina, de colores.
Se convirtió en el edificio de diez y siete pisos que una vez visitó solo para conocer el bar y tomarse una cerveza en una copa y besó la espuma antes de que se derramara.
Minutos después devoró la ciudad y observó miles de fotógrafos detrás de las paredes espiando sus movimientos, y las gotas del rocío
se le antojaron inútiles.
Recordó su nombre y le pareció enemistado con su nombre,
y escuchó esa canción de Nacho Vegas y volvió a ver a sus espaldas por si una mujer
limpiaba una mancha de café en su blusa blanca.
De ahora en adelante podía caminar solitario sin sentirse vigilado, meterse en las tiendas y revisar el encaje de los maniquíes y tocarlo y medirse una camisa rosada y dejar que la chica que lo atendía pasara su mano por su pecho y observar los pequeños cuadritos y decir sí, de acuerdo.
Incluso, se dio el lujo de sentir pereza sin molestarse y pensó que la pereza tenía derecho a un poema y recostó su cabeza entre sus plumas.
Y cerró los ojos y caminó por los adoquines de una calle, sobre el rumor de un bullicio, voces de muchachas parpadeando, sonrientes, y levantó la mirada y vio los edificios rompiéndose en estériles pixeles cibernéticos.
Era un anochecer oscuro que se le antojó más oscuro.
Metió su mano en el bolsillo y recordó la llave de su antigua casa, y entró para ver a sus mansos hermanos del siquiátrico. En la pequeña sala un micrófono, un viejo tocadiscos, y una muchacha leyendo con precisión simétrica un verso de François Villon.
Y se rió de sí mismo.
Me pude haber abandonado antes o mañana, dijo.
Me pude haber hecho menos doloroso este momento.
Haber escrito que no quiero nada que no sea el olvido.
Declararme menos doloroso y más cálido
y subirme a mis zapatos y largarme a mis negocios.
Porque yo sé que todas las tardes regresan a la misma hora de la tarde.
Minutos después se puso los zapatos y salió a caminar.
Estrenó lluvia esa noche y odió las rosas y las hojas verdes de los napoleones que lo miraban al cruzar la calle.
Con lluvia nueva dobló la calle con la caja de sus zapatos nuevos.
Antes de que la muerte lo iluminara se volvió discreto y sintió la delicia del asfalto.
Y la lluvia le acolchó los pasos.
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