Por Jorge Martínez Mejía
Decidimos no casarnos nunca,
no tener hijos.
Irnos una vez al año a dar una vuelta cerca del mar,
caminar entre las rocas
y levantar una cabaña con ramas que las palmeras han lanzado al aire.
Decidimos no volver a besarnos y solo vernos a los ojos y sonreír.
Decidimos realizar nuestro propio Woodstock, con pantalones de manta
pintados con flores, gusanos y pájaros.
Decidimos que el día en que llegue la vejez sacaremos una botella de vino que hemos enterrado cerca de un arrecife en Utila, nos abrazaremos,
nos miraremos a las caras y nos cagaremos un rato de la risa.
Eso lo tenemos escrito en uno de mis poemas, sin título y sin fecha.
Decidimos que viviremos esta puta vida hasta que se acabe y no nos sentiremos culpables por la cantidad de botellas de vino y cerveza que se acumulen detrás de la casa.
Todas las noches de cada día, nos iremos a la cama tomados de la mano, no importa que hayamos discutido o que ella, como siempre,
se haya pasado a Michel Foucault por el arco del triunfo.
Estamos convencidos que cada día nos sentiremos más cansados y caminaremos más lento y diremos más estupideces.
Hemos decidido que el último día saldremos a caminar por los bulevares para contar todas las cucarachitas que aún corren como animales inventados por un genio; que miraremos otra vez los animales de nube y seguiremos caminando hasta que la luna cierre todas las ventanas.
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