Cabeza VI (1949) / Francis Bacon.
Por Jorge Martínez Mejía
Sin embargo, la poesía tuvo en mí un efecto sedante, tóxico. Jamás intentaría usarla otra vez si no para aclarar que causa flaccidez mental, otoños prematuros, caída del cabello, sarna en las palabras, temblores y babosidad. Las raquíticas noches en que brilla están marcadas por botellazos, trompadas, mentadas de madre e insoportables bribones que leen una y otra vez sus tristes chácharas poéticas. No existe posibilidad de lo poético en esa boca agria, puñetazo en el pico, silla eléctrica de asesinos inocentes, raskólnikovs sedientos y sin dientes. Caminé por estas calles como un pistolero, siempre en guardia, me detuve en la guarida de los artistas y era un recinto de latas y de vidrios puntiagudos. Sobre la maraña de la pocilga caminé y de mis labios solo salieron chasquidos. Como siempre, una mujer volcada sobre la ventana vomitaba pilas de ácido amarillo, en su mano un bote de acetona y solo un zapato en un mugroso pie.
Me estuvo mirando. Sombra contra sombra. Un brote de epilépticas palabras intentaron tocarme desde su boca. Era una tipa que hablaba atravesado, agarraba el bote como micrófono y ladeaba la cabeza.
—Tirá tus tus tus tus ironías —dijo, quitándose la cortina de la cara, y avanzó renqueando, como quien sale de un elevador. —Va a ser una estupidez morir aquí —le dije, casi riéndome. Ella parecía subir una escalera con una sola pata. Todavía un hilo de baba le caía del labio inferior. Parecía resollar como esos borrachos marineros que regresan a su barco después de tres días de farra, con una sola bota.
Algo se le trabó en el pie sin zapato y se derrumbó. Y de repente la puta casa o edificio comenzó a caerse a pedazos. Salí sin inmutarme, arreglándome el cuello de la camisa y sacudiéndome un poco la tierra que me cayó en el hombro. Afuera, los callejones eran madrigueras de ratas. Elegantes promontorios de basura, ordenados con primor, se apilaban en las esquinas de los muros. Un grafiti: Aclaración: Los políticos no son hijos nuestros. Atte.: Las putas.
—Perdón, señor, ¿podría darme la hora? —me preguntó un hombre. Eran casi las siete.
—¿Cree que puedo agarrar el bus todavía? —El último —le dije. Y se fue sorteando los escombros y las grietas del pavimento.
Así era siempre. La poesía no me podía servir si no para esquivar los charcos.
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