Por Jorge Masrtínez Mejía
Pensé que se habían olvidado de mí, que había caído en desgracia. Que habían desaparecido los viejos rumores y las referencias al poeta imbécil, al poeta hijo de puta que solo sabe tirar poemas ajenos al fuego. Por un momento sentí un extraño y modesto silencio. Unos jóvenes poetas se me acercaron y departieron conmigo amablemente. Estrecharon mi mano, hablaron largo rato de posibles antologías en las que era imposible no aparecieran mis trabajos. Entonces cierta bilis comenzó a rascarme el brazo izquierdo al escuchar la palabra “antología”. Recordé las antologías compuestas de escuálidos poemas de amor. Llegué a imaginar en ellas dos que tres poemas míos y la cara sonriente de barbados antólogos y sublimes estudiosos. Algo de buena educación me hizo arreglarme el cuello de la camisa y estirar mi pierna cruzada. Me vi caminando, fuera del tiempo, correctamente vestido, sereno. Mi corazón rojo palpitando, enamorado de enormes hojas verdes con gotas de rocío. Carraspeé como alistándome para entonar un Neruda, un Sabines, o, ya de perdida, un Sosa. Por fortuna, la herida estaba abierta. No había nada que celebrar en este charco. Volví a sentir a la serpiente subir por mis tobillos. La cara de la traición estaba ahí, en mi puño cerrado.
Bajé la pierna, vigilante de mí mismo. Me tomé tres cervezas para alborotar las malditas ideas y las estúpidas condescendencias de esta ciudad mediocre.
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