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BORGES NO ES POPULAR








Por Jorge Martínez Mejía

Fue en mi despedida de poeta cuando se me vinieron de una vez todos los recuerdos. Tuve que haber leído de otro poeta que no debía olvidar nada. Estuve al borde de saberlo todo. Mis sentimientos, mis imágenes se agolparon y vi episodios olvidados de mi infancia y de tu infancia, la que nunca viví, pero estaba seguro de que era la tuya. Soñé tus sueños y te vi, ahí, dormido o ebrio, escribiendo o descubriendo algo de lo que vos mismo ni sospechabas que existía. Recordé la primera vez que viste un arco iris, era tan natural ese instante sobre las piedras. Todo se extendía más allá. Tenías un nombre que ahora no recuerdo. O tal vez recuerdo, pero lo habías olvidado. Entonces estabas embelesado comiendo una esquina del arco iris como cuando un niño muerde un helado. Leías algo cuando alguien pasaba de largo o demasiado cerca. Vos escuchabas una música que nadie compuso. Entonces cambiaste de cara y te pusiste de lado, hacia atrás de la acera. Caras, caras, caras, todas las caras del pueblo pasaban a tu lado. Lo sabías, ese era un momento infinito. Paco no existía, me refiero a Quevedo. Era antes. Era feliz el instante cuando Michel se aproximaba. Entonces se fue a sentar a la orilla de la acera donde estaba una cipota. Te tocaste la frente para sentir el gránulo de una espinilla que te molestaba. De todos los lugares donde pudiste haber estado recordaste ese. Te fuiste hacia adentro del billar. Los hombres untaban sus manos en un talco y luego afilaban la punta del taco. Uno de ellos agarró un trofeo del interior de la banda verde y sonrió. Un hombre entró y sacudió su bota de tacones de hierro contra el cemento. En el pasillo muchos caminaban hacia ninguna parte donde guardaban hermosos recuerdos invisibles. Eras muy pequeño, pero el hombre que había entrado era alto. Entre las vociferaciones podías recordar todas las voces, y solo se escuchó con fuerza la voz de Michel. Michel era un muchacho trigueño de apellido turco. Trigueño, de cara redonda. Fuerte cuando nos peleábamos y armaba la mesa del billar con rapidez. 

Pero luego, toda la película se puso sombría. Alguien se despidió con un apretón de manos y volvió a sentarse en una de las bancas del billar. Adiós, dijo una mujer que pasó por la calle. Era una mujer decente que había perdido a su marido unos meses atrás.

Quise encontrarme mucho tiempo después en esos recuerdos tan lejanos, pero se habían ido. Decente. Era una mujer trigueña, hermosa y de sonrisa triste. Otra mujer cruzaba en dirección contraria, hacia el centro del pueblo. Yo la vi. Tenia el aspecto de una mujer romana, decente. Pero anoche amanecí de otro modo y todos mis recuerdos se habían ido y estaban sustituidos por imágenes literarias. Esto es lo que quiero contarte. Mi vida se vino de un solo abajo en un derrumbe al suelo. De pronto soñaba en forma de mis lecturas finales. Vi en mis recuerdos la última vez que tuve contacto con Jorge Luis Borges, después de mucho tiempo de haber leído su obra. Yo fui un poeta maldito. Yo estaba decidido, en ese tiempo, a eliminar para siempre la noción de la poesía. No es que intentara que todo el mundo olvidara sus encuentros poéticos, sus aventuras lúdicas con la belleza o la sensación del gozo al leer un cuento, un poema. 

Originalmente Borges no fue de mis escritores favoritos. En el pueblo en que nací, un pueblo de mineros, las cosas que se leían eran más reales. Leíamos para reírnos. Éramos, en cierto modo, campesinos. Mi madre, aunque era una mujer sencilla, hermosa y mestiza, su ascendencia, a juzgar por los razgos fuertes, era de origen español. Mi padre fue hijo de un minero de San Juancito. Un sastre, un artesano. Con mi madre vivieron poco tiempo juntos. Mi infancia fue alucinante. Mi pueblo era un lugar de ruidosos burdeles y gente muy despierta, los libros no eran necesarios. Si yo leí algunos fue porque estaban disponibles. El verdadero libro era cuando la gentre se reunía, en cualquier esquina, a contar los sucesos del día o se dedicaban a inventar diabluras. Ahí les llamábamos guayabas. Recordaban viejos apodos de ancianos muertos hacía décadas. A mí me tocó, afortunadamente, estar cerca de los mejores contadores de cuentos del pueblo. 

Podría decirte de Pay, un indio lenca que se contaba todos los cuentos de Pedro Urdemales y de Quevedo. Pay contaba los cuentos de la bruja y del gigante. De los cipotes que se perdían en la montaña. Del gigante de la montaña que, a veces, llegaba hasta el pueblo y se sentaba en el techo del burdel más alto, una enorme casa de tres pisos. 

Por eso, mi admiración por Borges no es original. Borges y sus inventos nada tienen que ver conmigo. Borges no es popular. Si yo me dediqué a la literatura y decidí meterle fuego a la poesía es porque esa cosa era un invento ajeno. En mi pueblo la poesía no existió. Solo la alucinación, la muerte que nos sorprendía cada día. 

La primera muerte que yo recuerdo fue un desmembramiento. Era el 69 y corría la guerra con El Salvador. Se había girado la orden de que nadie encendiera ni un cigarro, pero mi tío Maximiliano, dueño del burdel más grande del pueblo, tenía el burdel abierto y los hombres, afuera, azuzados por los reportes de la guerra, habían sacado machetes, puñales, rifles y escopetas. 

Recuerdo que en la rockola sonaba una triste canción de Leo Dan:

Por un caminito/ yo te fui a buscar,
muy lejos caminé
y al fin yo te encontré...

Alguien me jaló de la camisa. Afuera los hombres se apuñalaban. 

Desde la parte alta, del tercer piso del burdel cayó un hombre en el momento en el que me solté. Salí dos o tres pasos y escuché la espantosa gritería de borrachos y luego el cambio a la música ranchera y pude ver que un hombre arrancó de un machetazo el brazo a otro hombre pequeño, negrito, de pelo rizado.

El brazo cayó en la acera donde yo estaba y la sangre golpeó la puerta de la casa. El hombre pequeño se tiró al suelo o cayó. El otro hombre siguió tirando machetazos. 

Ustedes piensan que la poesía es sublime. 

En el ennegrecido cielo, la luz de un avión lanzaba papelitos literarios. 

Años después, bajé las tres gradas que daban a la pulpería de mi mamá. Un hombre bajito con el que ella había estado hablando dejó olvidado un libro sobre el mostrador. 

El libro estaba a un lado de un canasto. Lo tomé y subí las tres gradas hacia el cuarto de arriba. Me senté en el sofá. Estuve hojeando el libro. Me llamó la atención el dibujo de un hombre gordo, burdo y barbado. Se llamaba Sancho. El libro era El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha. 

Me hice poeta leyendo a Cervantes. 

A Borges lo leí después. Me gustó su nombre porque también se llamaba Jorge.











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