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Hubieron tiempos, viejito, en que nos tiramos a morir. Algo se estaba anidando en nosotros, viejito. Algo que aún no conocíamos. Esa tarde llovió a cantaros sobre la ciudad. Las ratas salían a borbotones de los hoyos de las calles. Algunas ramas de los árboles cayeron sobre los autos. Llovió tres días y tres noches consecutivas, viejito. Nosotros la pasamos dentro de un carro. Nos fuimos para Omóa. No había nada. El mar era gris y la tormenta lo azotaba sin parar. Los pescadores se quejaban en los bares. Nosotros fumábamos cigarro tras cigarro como majes y no paramos de beber. Ahí perdimos la pasión por la poesía y concebimos el proyecto de acabar de una vez por todas con esa majadería. Uno de los tres dijo que —Eso le partirá el corazón a alguna gente. —¿Cuál corazón, mierda? —respondió el otro. Ya era lunes y seguíamos chupando. Uno se quejaba porque decía que lo iban a despedir del trabajo.
—A ese viejo le cayó un poco de nieve en el bigote— dijo uno, estirando el pico hacia el otro lado de la barra. Más allá del hombre que se limpiaba la boca con el brazo, del otro lado de la baranda, se podía ver un barco que no había atracado.
Éramos estudiantes. Éramos eminencias rebeldes. Éramos la amenaza en las clases y en los pasillos. De un puñetazo podíamos aplastar tractores, trenes y avenidas; podíamos derribar con una uña a literatos, ensayistas y publicistas. Éramos los hijos de Judas y el frío nos valía verga. Nos paramos en el muelle mientras la tormenta arreciaba. Uno de ellos dijo —¡La puta debe morir!
En la calle del bar sonó el claxon del carro y pensamos que se lo habían robado. Salimos corriendo. Compramos cervezas para llevar y nos fuimos a la verga.
Dentro del carro, uno de ellos dijo que cuando era niño curioseaba entre las piedras buscando caracolitos... —Cuando yo era niño lo que curioseaba eran niñas, hijo de puta —tronó el otro. Las tuyas son puras culeradas. ¡Ay, ando buscando caracolitos! ¡Ay, me gustan las chicharritas y los chapulincitos! ¡Ay, me dan miedo las arañas y los perros negros!
Por ir hablando mierda, en una curva el carro resbaló sobre un poco de balastre y casi nos vamos al infierno. ¡No somos inmortales, hijos de puta! —dijo uno. Nos vamos a matar por hablar tanta mierda.
Así llegamos a San Pedro, viejito, bien a verga. Entonces pensamos que antes de morir había que matar a la poesía.
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