Por Jorge Martínez Mejía
Era una jirafa
que no sabía amar
ni pronunciar palabras,
pero su cuello era tan largo
y tan alto
que se creía dotada para los mejores versos,
las mejores canciones,
los mejores fragmentos literarios y,
por supuesto,
los mejores ensayos del pensamiento.
Ya no era una metáfora,
sino una leyenda nacida en las palabras.
Cuando arrancaba las hojas tiernas
de las altas copas de los árboles
sentía la cercanía de Dios
y un profundo beso la acercaba a las nubes.
En el túnel vacío de su cuello largo,
vivía un viejo poeta, atascado
en la tráquea traqueante,
intentando descubrir el significado
de tan raros significantes.
A veces los ruidos se le antojaban lascivos, carnales,
musculosos o suaves.
El chasquido venía de arriba,
de la tronazón de hojas arrancadas, masticadas, regurgitadas, eructadas.
Indescifrables en el farragagozo
camino del pescuezo jirafoso.
Otras veces emulaba deslenguadas palabras,
gritaba el viejo bardo, como en un foso
de oscuros ecos abismados,
y paladeaba tragos mojados y amargos.
Así pasaron miles de años,
el viejo poeta
y la jirafa rumiaban, una hacia abajo
el otro hacia arriba
sus gritos afiebrados,
y la jirafa corría en la pradera, libre,
y, a cada tranco,
el poeta se abismaba, pensando.
Una tarde en que la jirafa dormía,
el poeta avanzó por el túnel
laxo.
Y salió despacio por un orificio
de la nariz
a ver el el césped seco.
La jirafa,
echada,
echada,
con sus oceánicas manchas
era otro lenguaje.
Ardía el maldito sol.
Nada existía sino sus significantes
de animal,
su silencio de pradera,
su silencio de pradera,
su mentira.
Un ojo abierto reflejaba el azul verdoso
de la tundra africana.
Así empezó
la historia.
Otro poeta
de un dinosaurio,
y se asombró al verlo sentado,
lanzando proféticos pedos,
pedos graves, encopetados,
enchidos de trémulos gases poéticos
y desdentados.
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