Avenida Paulino Valladares, cruce con la calle La Fuente, Tegucigalpa en tiempo de coronavirus.
POR JORGE MARTÍNEZ MEJÍA
Tegucigalpa es una ciudad difícil, de elegancia perdida. Lo más contradictorio para sus vecinos y sus visitas son sus calles y callejones, metáforas de intestinos delgados con pestilentes recovecos. Sus mustios edificios resuenan a las campanadas de una vieja y desfasada iglesia clasista. Los viejos comerciantes la abandonaron y se construyeron nuevos y lujosos centros comerciales con escaleras eléctricas y fascinantes maniquíes de mujeres y hombres blancos vestidos con atuendos europeos.
La gente no menciona lo molesto de las campanadas, pero lo piensa, no menciona el fastidio de cientos de mugrosas palomas y lanzan a los niños para alborotarlas, especialmente en la plaza de la iglesia Los Dolores. No menciona el hedor a meados de ratas y ratones, ni la progresiva invasión de una prostitución étnica. Aún con el insospechado futuro de una ciudad dominada por el crimen, por militares narcotraficantes y por una insalvable decadencia cultural, nadie sospechó la llegada del silencio y el veloz vaciamiento de sus calles.
La llegada del coronavirus y el inmediato toque de queda que tanto le gusta anunciar al dictador de turno, sincronizaron el abandono de las calles. Solo unas cuantas esquinas del improvisado mercado de los últimos días, en especial la esquina de la calle La Fuente y la Avenida Paulino Valladares, respira con un latido moribundo.
Pues este es el momento captado por el joven fotógrafo hondureño Roig Martz, en el que se observa un buen comienzo en su carrera como fotógrafo artístico, con un ojo especial para los espacios urbanos poblados de sonidos en los que el tiempo parece estacionarse. Una mirada que conecta con la vida débil de una vieja y moribunda ciudad.
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