A Gustavo Campos, mi amigo por siempre. Por Jorge Martínez Mejía Minutos después estalló en miles de voces y adquirió el estatus que había soñado. Minutos después caminó por la línea férrea, por los bulevares, por las enormes orillas rojas de los ríos y recorrió los platanares que jamás había imaginado. Y caminó relajado y mandó sus ojos abiertos, recién lavados, a todas las embajadas y las editoriales a refrescar las hojas y las palabras moradas de sus últimos poemas. Tenía letra pequeña, fina, de colores. Se convirtió en el edificio de diez y siete pisos que una vez visitó solo para conocer el bar y tomarse una cerveza en una copa y besó la espuma antes de que se derramara. Minutos después devoró la ciudad y observó miles de fotógrafos detrás de las paredes espiando sus movimientos, y las gotas del rocío se le antojaron inútiles. Recordó su nombre y le pareció enemistado con su nombre, y escuchó esa canción de Nacho Vegas y vol...