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®La terraza gris

 
LA ESPERA IMPOSIBLE EN LA POESÍA DE MURVIN ANDINO

Ilustración de Jeff Brown, Antig





Por Jorge Martínez Mejía


Dios continuó diciendo: «Yo soy el Dios de Israel. Pídanme lluvia en época de sequía y yo haré que llueva en abundancia. Yo soy quien forma las tormentas y quien hace que los campos produzcan.

Zacarías 9:17




El año 2009, Murvin Andino me sorprendió al pedirme que presentara su primer libro de poesía Corral de locos, un exigente conjunto de poemas que habíamos venido leyendo desde su gestación, en compañía de Gustavo Campos y Rose Arévalo, me refiero a los años 2007 y 2008; tiempo en que sospechábamos de cualquier poema y de cualquier poeta y de la poesía misma que estaba en cuarentena.

Corral de locos se abrió paso en medio de la indiferencia, la desolación y la desesperanza, pues a la sociedad de San Pedro Sula se le nota la tristeza a pesar de sus esfuerzos fiesteros.

En aquella ocasión en que presentamos Corral de locos ante un grupo reducido de lectores y hacedores de literatura, lo supimos; por más que intentamos persuadir a Murvin del error de hacer poesía, él, como si le hubieran dado la contraseña de un tesoro, se dedicó a crear con más ahínco, sumergiéndose más profundamente en sus adentros, en los insondables recovecos de su alma perdida.

Corral de locos prefiguraba los rasgos de Murvin Andino como una voz oscura, reflexiva, existencial, dolorosa y huérfana, como si se buscara a sí misma o se perdiera de tanto encontrarse. La sensación del extravío siempre ha sido la clave en la poética de Murvin Andino. En Extranjero (2011), nos sorprendió el tono confesional de un hombre que lo ha perdido todo y se percibe extraño en su propia casa, como si al dar uno, dos o tres pasos, y tornara sobre ellos, su casa, siendo la misma, era otra en la que la percepción del exilio se le abalanzaba con signos de locura. Desterrado de sí mismo, extranjero en su casa, Murvin Andino ha sabido sorprenderse de cada una de sus experiencias y nos las ha compartido con un refinado manejo del registro de sus tonos emotivos, de su reflexión existencial. En cada uno de sus libros publicados: Corral de locos (2009), Extranjero (2011) La isla dividida (2015), ha contado con el cuidado de un hacedor consiente de sus recursos. Cuidadoso del ritmo, espontáneo en los giros, profundo en la reflexión, sugerente en los tonos, persistente en la tensión, y a veces carente de organización en la estructura, como mostrándose caótico, o tocado por cierta perversión.

La estación tardía es su nueva propuesta literaria. Desde el título, el poeta nos instala en la precaria condición de estar sujetos a una fuerza inasible, invisible; arcana y próxima. Son los hilos de la existencia misma y un panorama fatal que se avecina. La estación tardía es esa fase final de la primavera en que la lluvia se retrasa y el hambre se acerca. De ahí los epígrafes de Zacarías, el profeta nacido en Babilonia, quien profetizó la traición de Judas por treinta monedas, y la ruptura en dos del Monte de los Olivos.


A través de Zacarías, Dios invita a los hombres: «Yo soy el Dios de Israel. Pídanme lluvia en época de sequía (la estación tardía) y yo haré que llueva en abundancia. Yo soy quien forma las tormentas y quien hace que los campos produzcan». (Zacarías 9:17).


Pero no se trata de la voluntad de Dios, en la obra, no es un texto religioso, solo hace alusión a la sensación repugnante de estar a la espera de la nada, a expensas de la insondable proximidad de la muerte. Por esa misma línea de pensamiento se vincula el epígrafe que abre el libro y que corresponde a una frase de Frida Kahlo: Espero alegre la salida y espero no volver jamás. 

Cuando Frida Kahlo escribió esta memorable frase en su diario personal, estaba en su lecho de agonía. Se refería al momento preciso en que tendría que abandonar este mundo, porque la proximidad de la muerte era ineludible. Pero hay en Frida suficientes razones para odiar la vida. Su existencia cargada de caídas abismales, golpes brutales, oscuras estadías, enfermedades incurables, choques con tranvías, confinamientos, traiciones y falaces expectativas. La esperanza estaba perdida.

Todo este marco alrededor de La estación tardía, nos anuncia hacia dónde va el vuelo en la lectura. Mi propuesta, mi propia lectura, es que se trata de una imposible espera. No hay recursos creíbles, al hacer el cálculo de posibilidades, para que la espera valga la pena. Y no obstante nada más hay, solo eso nos queda. Atrapados en la miserable condición humana, a ningún lugar podremos llegar con la esperanza, a menos que sea la misma cama en que habremos de caer muertos. Ese es el planteamiento general en La estación tardía

Si nos atenemos a los sustantivos clave de La estación tardía, los contenidos temáticos nos ubican en la soledad, la percepción de la maldad, la brutalidad de la noche, la pudrición de la carne, la experiencia vital del veneno, el sentimiento del odio, la sensación del vacío, la herida y la caída de la sangre, la lentitud del tiempo, la proximidad perpetua de la muerte, la experiencia absurda en la ciudad, la percepción de un destino anclado en la nada. Y contrapuesto a esta temática, con menor insistencia, la experiencia del amor, la claridad del día, la llegada de la lluvia, la canción del poema, la palabra como tabla de salvación, y la posibilidad de la vida.


En la oposición de estos contenidos temáticos, Murvin Andino fragua su propuesta poética. En el primer apartado La estación tardía, el poeta inicia su narración mostrándose él mismo, solo, acompañado apenas con su vida y las cosas comunes. Y se ubica en un futuro incierto desde el cual se mira en retrospectiva, aún joven y con energía, despertando a la fatalidad de las cosas y a la inmanente presencia del odio. El golpe continuo de los días cruzando la cotidianidad y aproximando la fatalidad de la muerte. Sin embargo, carga un frugal aprovisionamiento de amor como única arma para enfrentar el destino. De ese modo exclamará para sí mismo:

Tengo amor,
tengo sueños para un país que se acaba,
la infamia,
tengo la existencia pulida de muerte,
el odio,
el óxido radiante de los años,
la soledad,
el amor sufrido
y la necrópolis que no vencimos,
que inyectó el vacío como un veneno lento e inverso,
como un indómito relámpago. 

(La estación tardía, pág. 5)

Pero en su canto se percibe un débil yo colectivo impotente y un nosotros casi derrotado:

… la necrópolis que no vencimos,
que inyectó el vacío como un veneno lento e inverso…


(Idem)



En el primer poema reflexiona intentando descubrir el secreto que se oculta detrás de su propia experiencia pasada. En No me quiero marchar se ve a sí mismo batallando con el poema, su arma fallida, asociado a la vida como única evidencia de sus acciones. Reflexiona y cuestiona la certeza de su propia existencia. Bien se podría pensar que es posible no exista, pero se alumbra, se identifica y se percibe real, existente y portador de vida.

He intentado esconderme,
negarme a esa frontera que entendí
como esencial.
He postergado el rito,
el paroxismo,
la infame ruta de cada sentimiento.


(No me quiero marchar, pág. 7)


En este intento por descubrirse a sí mismo, por evidenciar su propia existencia, se da cuenta que es posible que una criatura como él tal vez no exista o no debería existir. En esa geografía inventada, su existencia se difumina como certidumbre de lo imposible.


Sólo el insomnio me redime.
Resisto otra condena
y el desorden que amortaja espejos,
llanto, raíces;
las llagas del mundo
que fue adquiriendo mi cuerpo
en este rumbo que podría no olvidar.


(Idem)


El poeta descubre que tal vez él mismo sólo es un recuerdo, un invento que corre el riesgo de olvidar o recordar.

En el segundo apartado Estancias y despedidas, efectúa un profundo acercamiento solipsista y se ofrece con una intensa meditación que lo aproxima un poco más a la certeza de su inexistencia:

¿Quién desciende hasta su noche
y se baña tras la mirada atónita del espejo?
¿Quién despierta cada madrugada y susurra su nombre
como una sensación lunar?
¿Quién obstinado, tierno o brutal se desvanece para ella?
¿Quién asume el mando de su esperma y la reinventa
en otra luna sin pisadas tristes ni caprichos?
¿Quién repite un nombre
como verdad cíclica del amor,
quién susurra que mi soledad aguarda como un gambito,
como un alfil diestro,
como una torre que se apresta a no extrañarse en su combate?

(Etcétera, pág. 16)



El poema al que se hace referencia está dedicado a una mujer, y el poeta viaja a su propio pasado para cuestionar la validez del recuerdo. Consagra este recuerdo de aparente factura amorosa únicamente para desentrañar la autenticidad de su sentimiento poético, o lo que es lo mismo, para cuestionar si su invención del mundo tiene alguna consistencia a partir del recuerdo.
Haciendo un esfuerzo de observación sobre la relación entre sus meditaciones y la construcción del poema, puede afirmarse que hay casi una invasión del autor, es decir, de la realidad exterior al poema, que intenta escudriñar la realidad existente en el poema mismo como única realidad del poeta; es decir que hay una posible intencionalidad metapoética intentando convertirse en juez para verificar la validez de la vida.
Pero insiste en la obligada tarea de reconocerse en su propia obra, ejerciendo un mando reflexivo sobre su propia condición de existir sólo en el poema. En el poema Intento su nombre como una pasión furtiva, que dejamos ver íntegramente, lo vemos desplazarse sobre los espacios en donde podría haber dejado su cuerpo muerto:


Amotinado y sin salida,
aguardando la caricia,
el corazón impúdico
o la mirada que concluya el desencanto de la sangre.
Vertiginoso, como una noción brutal,
me desintegro,
vuelvo al polvo como quien vuelve
tras horas de incansable soledad.
Oscurecido, arcaico,
recorriendo cementerios y escenarios,
regreso atónito, rodeado de murmullos.
Me resisto a conspirar contra los fósiles
que preceden mi estructura.
Me resisto a continuar.
Esa etapa lúdica y frenética
me marcó con criminal obsesión.
Descubrí el amor como exacta bandera
contra el miedo
o la urgencia del destino.
Amotinado y sin la voz precisa
retorno a esa edad que asumí perecedera.


(Intento su nombre como una pasión furtiva, pág. 20)


Es impresionante su descubrimiento. El poeta observa la importancia del quehacer poético y su afán creativo que lo ha absuelto del confinamiento a deambular solo, y reivindica la vida real en el poema, único lugar donde el amor se encuentra consigo mismo, amotinado frente a la realidad exterior.

En el tercer y último apartado, se preocupa por el legado de su experiencia poética, y se abre frente a la experiencia adversa con mejores instrumentos, con mayor disposición, dueño de sus falencias, particularmente de su miedo, que finalmente ha dominado, lo mismo que las visiones nefastas de una vida caída en desgracia.
En Necrópolis dirá:


Qué es lo humano, me digo,
y comienzo otra vez a desplegar esa verdad,
las infamias vitales y esenciales.
Comienza otra vez ese bullicio
incendiando las raíces del mundo.
Se revierte la ciudad,
se detiene la sangre,
volvemos exactos y convulsos.
El sueño acaba
y la realidad dispara a la sien
su cartón, su jeringa, su dosis de odio
y se cae otra vez en el estrecho círculo.


(Necrópolis, pág. 29)


Pero ya no existe la sensación del miedo, solo su presencia, también persiste la destrucción como insignia de la nefasta vida. Ya aquí el poeta puede circular o rondar por los meandros de las ciudades, mirar en el cielo la luna enfermiza y vigilarla. Ya ha superado la estación del miedo. Hay una perceptible aceptación del mal en la vida cotidiana.


Tengo preguntas y visiones,
el tiempo consumido
y otros demonios de ternura inalcanzable.
Tengo la cordura,
el anfitrión maligno que comparto.
Sin embargo, he contenido el fuego,
la condición de vagabundo,
mis erratas comunes y dolientes.
He conocido el ciclo de la noche
para despreciar el amor,
las canciones de veneno irregular.


(Te estoy hablando a ti, pág. 30)


Es notorio que en el título de este poema, el poeta haga la flexión y se revierta hacia sí mismo, como desde el interior del poema, hacia la realidad exterior.
La profundidad de esta tercera parte, no radica en la sensación de la experiencia existencial dolorida, sino más bien, en la aceptación de una realidad circundante que el poeta ya ha asimilado y está dispuesto a ofrecerle frente, sin lamentaciones. Ahora cuestiona su entorno y se cuestiona a sí mismo en la palabra, se siente dueño de sus argumentos como poeta y como hombre. Ya ha conocido su mundo interior, está despreocupado y se observa con mejores condiciones para abordar su propia subjetividad en el poema.
Es esa línea de mayor capacidad para vislumbrar con mejores facultades y pericias al entrar y salir de su propia existencia y la de otras realidades, la que hace de La estación tardía, un libro con cierre magnífico y brillante.


Busco un camino,
acortar el alarido de batallas anteriores,
el espacio donde aguardan
los hijos finitos de la muerte
e intento no caer de nuevo en ese vicio de creer,
de acostumbrarme,
de llorar,
de morir.


(Nadie termina su canción, pág. 33)


En uno de los últimos poemas dirá:

Intento una canción
o la mujer sentimental que me desande.
Llegar fugaz bajo la lluvia
hasta el hogar perdido y reinventarme.


(Intento una canción, pág. 39)


Hay una cartografía en La estación tardía, una ruta por la cual se puede navegar en sus páginas percibiendo un hilo conductor que va desde la desolación y la desesperanza, como norte existencial, hacia una aceptación de la condición inmanente al ser, es decir, una aceptación de la condición de muerte, como parte de la vida. Este sentido es muy poético porque nos lleva en un oleaje existencial, concebido en sus acepciones más desesperadas e inhóspitas, hasta el encuentro con un puerto perdido, nuestro propio cuerpo o nuestra propia cama.


Detrás,
desorientando la orilla supersónica,
está ella en su letargo,
concluyendo la materia con la fuerza brutal
que poseen los muertos.


(Asciende el sol, pág. 41)


Un cierre perfecto en esta línea cartográfica de La estación tardía lo constituye el último poema de la colección:


En el valle de las sombras de muerte



“Vas a morir como un ganglio de luz que se ha vuelto loco…”
Papasquiaro


Se puede enarbolar el miedo,
disipar ansias,
soportar ofensas y otros horóscopos.
Se puede negar el mal,
el fuego que dispara gritos en infinidad de sentimientos.
Se puede una voraz infamia,
un cuerpo lívido
o una catástrofe de medidas sentimentales,
los senderos recorridos para no ceder la oscuridad
u otras atrocidades inhumanas. 
Se esconde la maldad, se asume,
se incita a no entender ese marasmo,
ni esos gigantes necios que arrebatan la sangre,
la médula del ser
y la canción de la vida. 
Acá el enemigo contundente,
los huesos que asoman como flores
geográficamente antiguas
y se vive de miedo o de artificios de la fe,
de ese Cristo terrestre y lacrimógeno
de mirada incoherente
que no extrañamos ni exigimos
en el valle de las sombras de muerte.







POFF, UNA GRAN PRIMERANOVELA DE DARÍO CÁLIX 


POFF es una novela “trifurficada” (sé que existes, estúpida palabra, yo soy tu padre) en tres puntos de arquitectura: Un diario de pesadillas, una bitácora literaria perturbada, y un apetitoso bosquejo erótico. El conjunto nos revela las turbaciones que aquejan a un narrador, a un joven escritor, Santiago García, en el proceso de construcción de la misma novela que leemos. Las herramientas que utiliza Darío están ahí, al alcance de todos, el sueño, el humor, la ironía, la música, los garabatos, el desenfado, la simpatía del juego. Sin embargo estas herramientas en sus manos no se orientan a mostrarnos a un autor pretencioso, sino al jugador experimental de las letras, al poeta que descubre, no un camino, sino miles de posibilidades de decisión en el que, quizás nuestra misma lectura sea equívoca, pero es nuestra propia decisión. La estética que subyace en POFF es una que reclama el derecho a la expresión propia del autor, a su ensayo y ejercicio como derecho de libertad en la literatura, y eso es lo que produce un encanto avasallador… POFF es una novela joven, juvenil, pero madura y seria en el sentido de lo que implica el juego, la risa, la desacralización.


Lo mejor del texto se encuentra en las penúltimas páginas, y al igual que otras novelas recientemente publicadas en la región como Los Inacabados y El mundo es un puñado de polvo, se observa cierta rotura o fragmentación del discurso narrativo sostenido con mayor insistencia en cierto onirismo como herramienta clave, lo mismo que la irrupción de determinada fantasía literaria a la manera de un frustrado diario autobiográfico en el que la intencionalidad principal, el asesinato de Charles Bukowski, se ve malogrado por la honesta reflexión de que no se puede matar aquello que se ama, pero se puede matar, matándose…despojándose sin piedad del propio ego literario. Es en esta franqueza en la que la realidad invade el escrito como brasa de realidad lúdica. El onirismo en la novela no deja de mostrar una insistente intencionalidad estética, es decir, en la mayoría de las pesadillas se evidencia el símbolo de la belleza como objeto de deseo, ya sea bajo la forma de una mujer que duerme, o deja ver su dorso desnudo, o se ofrecen libros dulces, o algunas conversaciones sobre literatura con Charles Bukoswki.

Las irrupciones de realidad son esporádicas, la mayor parte del tiempo de la novela transcurre en espacios oníricos que encajan perfectamente con los fragmentos de fantasía literaria y los recortes de realidad erótica, creando un dinámico collage bajo la forma de una desquiciada bitácora en la que el personaje principal, el narrador, nos cuenta con desenfado, con lenguaje rico y desenvuelto, sus experiencias líricas. Rica, interesante, inteligente, cargada de humor y argumentos maduros, POFF es sin duda una gran primera novela de Darío Cálix. 










DUERMEVELA BACKSTAGE: UN POCO DE AGUA FRESCA PARA LA COSTA NORTE




Reconocer a un poeta no es difícil cuando evidencia su pasión, su entrega al oficio y su intención de mandar al carajo las taras heredadas. No se trata de adquirir por ósmosis con los libros o con agrios y avejentados poetas el insumo literario. Un poeta se reconoce por esa porción de valentía que le permite mostrar su “gramo de locura”, su parentela con cierta anomalía para ver el mundo, para sospecharlo y rechazarlo.

En la costa norte hondureña no somos muy afines a reconocer de primas a primeras el logro literario de los jóvenes escritores, más bien somos reacios para dar la bienvenida al gremio y no es cualquiera el que se atreve a tirar sus dislates a las fauces de la jauría. Por esta razón algunos aspirantes a escritores permanecen años encerrados en su alcoba, leyéndole al espejo, o mostrándoles sus trasnoches a experimentados críticos sin obra. Algunos llegan a desarrollar oscuros complejos, complicadísimas fobias que comienzan con el temor de cruzar una calle para no encontrarse con un cítrico escritor costeño. Otros desarrollan personalidades clandestinas, se desdoblan en las tertulias y muestran un colmillo semiótico, una expresión desenfadada que se delata en el temblor de la voz, en el tic recientemente adquirido, en la intrínseca sospecha de saberse nadie.

Eso que se conoce como “locura poética” muy pocos la han sabido llevar como indumentaria natural y “poetas malditos” nunca han cruzado por la Tercera Avenida. En San Pedro Sula los poetas han tenido que beber buenos tragos de desprecio, de indiferencia y olvido. El poeta que se cuenta entre los poetas vivos es porque su trabajo poético, su oficio y su locura permanecen intactos para una minoría de lectores casi inexistente.

Sin embargo, algunos logran esquivar estos escollos y alcanzan su breve momento de gloria en el reconocimiento de un minúsculo, pero certero grupo de escritores para quienes un nuevo libro de poesía debe ser una faceta distinta de ese otro texto que escribimos juntos, en el sentido borgeano.

Magdiel Midence ha vuelto a San Pedro Sula a presentar su segundo libro: Duermevela Backstage; ya con Retrato de un payaso adolescente (2010) logró llamar la atención y el aprecio de su obra por su coherencia con nuestra percepción de un entorno fragmentado, hecho de retazos y erráticas conexiones con un universo literario que pareciera menos caótico. Referencias a una percepción postmoderna, a un recorte de realidad con el que compartimos ciertos ángulos: desdén por un código estético establecido por el modernismo y que se ancla en lo sublime, y de otro lado un código ético establecido por la vanguardia que reclama la crítica del orden social. Además de cierto estado de asombro o perplejidad ante un comportamiento decadente sobre el objeto artístico que orienta hacia su destrucción, o al menos a los artificios anquilosados.

De igual modo que en Retrato de un payaso adolescente en el que se puede ver con facilidad este pedacero poético, Duermevela Backstage comparte las mismas afinidades, las mismas inquietudes y las mismas fuentes: Trakl, Nerval, Blake, Baudelaire, Rimbaud, Eliot; con la diferencia de que en Duermevela se percibe con insistencia la voz de Alejandra Pizarnick, y algunos ecos de Leopoldo María Panero.

Un rasgo distinto es que la nota del simbolismo es ahora más profunda y macabra, más frecuente y con más ganas de rockear: más intencionalmente marginal, más intelectual, más madura y por ende; la rebeldía es más consecuente. Técnicamente está mejor manejado el lenguaje, mejor tramado, musical, entonado y eficaz.

La impresión que te deja la lectura es que ya estás frente a un poeta que sabe tratar su material, lo sabe escoger e hilvanar, tiene un propósito, y no es cantarle a la muchedumbre, a pesar de utilizar los códigos del vulgo. Hay una intencionalidad metaliteraria que exige argumentos estéticos. Por eso es que cualquiera puede errar en su primera lectura del libro y considerar que el poeta no tiene buen gusto, y suponer que una palabra osada colocada al pasar es una grosería. Se trata de un desenfado antiliterario tratado con la licencia que el conocimiento de la lengua le permite al poeta.

Magdiel Midence ha regresado a San Pedro Sula con un poco de agua fresca de esa antigualla de ciudad de donde vino. Y nos deja con una exquisita impresión de saber que la poesía va encontrando buenas manos.




POESÍA CENTROAMERICANA CONTEMPORÁNEA: ENTRE LA VANGUARDIA Y LA MUERTE DE LA POESÍA
Por Jorge Martínez Mejía




En la actualidad, la explosión de una extraordinaria variedad de propuestas estilísticas y múltiples tendencias en la creación poética hace difícil una caracterización equilibrada de la nueva poesía en Centro América. Sin embargo, el rasgo principal lo constituye, precisamente, esta variedad de estilos y tendencias que responde, tanto a influencias externas o extra nacionales como a la evolución propia de los procesos literarios de cada nación, a las experiencias de comunidades determinadas por su misma dialéctica. 

Los grandes momentos de la época revolucionaria del 60 al 90: El triunfo y debacle de la revolución sandinista, los procesos revolucionarios fallidos en El Salvador, Honduras y Guatemala, y la burbuja democrática de Costa Rica; la caída del muro de Berlín, la fractura del mundo socialista, la desbandada y falta de credibilidad de la izquierda y sus organizaciones, la importación del fenómeno de maras y pandillas y la profundización extrema de la crisis económica, social y política; produjeron una perspectiva estropeada, una evidente angustia existencial, la necesidad de romper con todo tipo de esquema relacionado con la vida, con la muerte o con la creación, y un sentido de orfandad resuelto esporádicamente mediante pequeñas cofradías literarias, festivales y antologías. 

Del entusiasmo revolucionario de la vanguardia de los 50, a la fragmentación exponencial de la postmodernidad en las letras de Centroamérica, nos conecta el sentido de angustia, el escepticismo y el desencanto no sólo de la literatura, sino de la vida misma. 

Diferentes tensiones tiran nucleando a los nuevos creadores. De un lado, la persistencia de la vanguardia, el compromiso militante, la poesía social; y por otro, el lirismo intimista y la poesía irreverente, cargada de iconoclasia, más relajada y orientada a lo que Eduardo Milán llama “despoetización de la poesía”, una de las más evidentes aristas de las nuevas tendencias de la poesía de Centro América. 

Las generaciones de los 50’s y los 80’s, han hecho confluir distintas tendencias estéticas aportando sustantivos replanteamientos y renovadoras variantes estilísticas. Sin embargo, las transformaciones vanguardistas no se desarrollaron de manera coherente, sino más bien con evidentes retrasos y claras muestras de debilidad. A esto se debe agregar que las últimas generaciones no asumieron la ruptura de los paradigmas vanguardistas como una necesidad intrínseca de su creación, más bien las transformaciones estilísticas se han ido dando por mera inercia de una vanguardia que fue asumida como posición oficial de la literatura de finales de siglo. 

De ahí la pulsión, las tensiones entre un vanguardismo desfasado y la predominancia de una despreocupación política relacionada con las conquistas sociales; de ahí la profunda tensión entre una poesía centrada en la cotidianidad urbana y el realismo social militante; entre la solemnidad y la desacralización, entre un verso oscuro que presume de hermético, y las formas conversacionales. Entre lo poético y lo antipoético. Esta coexistencia se multiplica en las creaciones, en las que se puede observar la predominancia de un vanguardismo obsoleto y una propuesta de poesía antiliteraria todavía marginal. Sin embargo, la voluntad de ruptura más reciente surge de ese sustrato que intenta sacudirse las formas poéticas reprochándolas como una institucionalización oficial del lenguaje percibido como bozal o mordaza, de donde surge su drama existencial, su deseo de romper no sólo con el canon, sino con las formas tradicionales de la poesía, con la legitimación del verso como forma estética. 

De ahí comienzan a surgir los nuevos frutos de la palabra poética en Centroamérica, lo demás sigue siendo colorete vanguardista. Sin embargo, la vanguardia en la poesía centroamericana continúa con sus banderas altas. En Nicaragua, Carlos Martínez Rivas y Ernesto Cardenal se mantienen incólumes como figuras de una poderosa vanguardia poética que continúa sirviendo de faro a las nuevas generaciones entre quienes destaca el fallecido Francisco Ruiz Udiel. En El Salvador, Roque Dalton no ha sido superado y su poética siegue siendo lo más próximo a una ruptura dentro de la misma vanguardia, excepto por el incansable trabajo de Otoniel Guevara, uno de los pocos poetas que le ha tomado distancia. En Guatemala es meritorio reconocer el esfuerzo poético de Rosa Chávez, Alan Mills y Javier Payeras, que le ha permitido no sólo más oxígeno y nuevos bríos a la poesía, sino un sentido de avanzada atrevida que le distancia de los signos de la vanguardia. En Honduras vale destacar la valentía del Movimiento Literario Poetas del Grado Cero, de los poetas Jorge Martínez Mejía, Karen Valladares y Darío Cálix, que han roto abiertamente con la gastada sublimidad poética de los setenta y su asquerosa pulcritud, y se han apostado como una insólita tribu urbana para quebrarle los dientes a la poesía. En Costa Rica la parsimonia sería insoportable de no ser por la madura osadía de poetas como Felipe Granados, Luis Chávez y Ricardo Marín, verdaderos poetas urbanos. 

En esencia, aunque la vanguardia poética sigue gobernando con patente de corso a través de no pocos poetas jóvenes, la pugna contra el lirismo crítico y la gastada poesía social, la ofrece una poesía sin melindres ante la comodidad de un falso vanguardismo hecho para la complacencia pública. Irónicamente, lo mejor de esta tribu de fugitivos que conspiran dispersos contra el acartonamiento poético, conecta mediante Nicanor Parra, Efraín Huerta, Alen Ginsberg y Ezra Pound; con Ernesto Cardenal y Roque Dalton, que buscaron la jovialidad natural, y la encontraron, treinta o cuarenta años después, en pequeñas e irreverentes escaramuzas protagonizadas por sus nietos, que conspiran contra la inútil persistencia de la poesía para llegar a la fuente, al individuo en su situación, a sí mismos en la pequeña nación del barrio. Pero en realidad no existe ninguna pugna entre el vanguardismo sobreviviente y el lirismo antipoético, se trata de poetas que no portan estandarte ni pregonan causa alguna, sólo avanzan en su propio camino, al encuentro de su conflicto personal que consiste en verse al espejo sin el atuendo avejentado del poeta. 

De esta necesidad de construir una fuente para la propia voz, sin tutelajes, surge la copiosa cantidad de propuestas aún en proceso de consolidación; voces admirables y valientes, genuinamente preocupadas en situarse al frente del género, hecho trizas, para cantar su épica individual, su canto a la época. 

Nuevas voces poéticas de C.A.: (Guatemala) Allan Mills, Rosa Chávez, Javier Payeras; (El Salvador) Otoniel Guevara, Javier Alas, Claudia María Jovel; (Costa Rica) Luis Chávez, Alfredo Trejos, Felipe Granados, Ricardo Marín, Diego Mora; (Honduras) Jorge Martínez Mejía, Karen Valladares, Darío Cálix, Magdiel Midence; (Nicaragua) Francisco Ruiz Udiel, Alejandra Sequeira, Andira Watzon, Ulises Huete, Carlos M. Castro, Douglas Tellez, entre otros. 

En la actualidad, Centro América vive un momento de entusiasmo literario sin grandes figuras mediáticas. No es una generación, sino un encuentro que ha producido una festividad cuya expresión es un alumbramiento de diferentes matices: Rigor estético, innovación, tensión entre la pureza y la crudeza del lenguaje, sin ser confrontativa ni pusilánime, forcejea entre la ruptura y la comodidad de lo establecido; más interesada en encontrarse en su situación propia que en imitar patrones foráneos. Respetuosa de las glorias de la vanguardia literaria, conspira sin descaro, con la convicción de que su sentido de orfandad y dispersión, su sentido de pertenencia a una nación tan pequeña como su propia habitación, es su principal herramienta, su rasgo distintivo. Sin afanes de inmortalidad comunica su íntima y absurda cotidianidad personal para construir simbólicamente su propio entorno urbano, de ahí la intención prosaica y la inclinación persistente en novelar la ciudad, en donde no existen ni malditos, ni vanguardistas, ni posvanguardistas, ni beat, ni infrarealistas…; en fin, ni poetas, ni poesía. 






Dante y Gorostiza: La caída sin retorno



Al cantar la epopeya, Homero no imaginó el temple de los dioses griegos marcando de manera definitiva el espíritu de su pueblo. Otros poetas llevaron su canto a los rincones helenos portando en cada palabra el estigma de la grandeza y la eternidad, pero quizás tampoco lo supieron. La palabra fue entonces vehículo de cohesión, con ella se hilvanó la fortaleza de occidente.

La plenitud homérica no se miró en realidad sino después, cuando sus cantos se fundieron con las aspiraciones del mundo occidental. El imperio romano, heredero directo de sus construcciones fantásticas, cayó; pero el héroe cantado por Homero continuó forjando la visión con que nacieron las naciones.

Homero fue un anfitrión patriarca esparciendo sus migas a lo largo de los siglos; desde los infiernos filosóficos de Platón, a la Estigia de Dante, de los monstruos vistos por Virgilio y la Sibila, a las alucinaciones infinitas de Cervantes; de los violentos destinos de Esquilo, a los oscuros límites de Shakespeare. Su canto fue el comienzo, la perpetua fundación de las voces.

Homero hizo de la palabra la piedra con la que se fundó el mundo, y con él estaban Virgilio, Dante, Cervantes, Shakespeare, Racine, Moliere y Goethe. La palabra se hizo templo y cada pueblo tuvo su palabra.

Antes de la nación, la poesía fue el territorio de los pueblos. El germen primario de las naciones fueron los relatos poéticos que configuraban su origen. A pesar de que los románticos continuaron con el estigma de la fundación de las naciones, el ideal estético posterior reclamó para sí a la palabra como única patria.

Por esta causa, en la actualidad resulta difícil comprobar la relación poesía-nación, o poesía y política. Sin embargo, es un asunto que en el siglo XX ha sido vital para el pensamiento.

Sócrates pudo poner en duda la autoridad de Homero al abordar el tema de la guerra sin ser un guerrero, pero para nosotros su genio es indiscutible, no sólo en la descripción detallada del evento bélico, sino la compleja profundidad humana que lo genera.

Homero, Virgilio y Dante viajaron por la geografía de la subjetividad mítica de su época para encontrar encontrar una explicación metafísica a las contradicciones sociales. Homero petrifica la cosmovisión de su época sin pretender fundar, canta movido por esa misma cosmovisión y es su canto el que funda. Virgilio se mueve por un impulso fundacional, por el afán de fundar a la nación romana a partir del código estético impuesto por el canto homérico, además de la visión aristotélica de la finitud temporal.

Esta seña estético-filosófica imprime a sus descripciones una orientación vitalista . Virgilio desciende al infierno y ante sus ojos los condenados se desplazan exhibiendo la esperanza de ascender o retornar a la vida común de los mortales. 

El ideal estático virgiliano conserva la esencia de la concepción aristotélica de la inmutabilidad de lo que es; sus condenados no han dejado de ser, únicamente son tránsito de la vida, cuya razón de ser es la vida y, por tal, tienden a ella.

Dante desciende, guiado por Virgilio, pero en su visión ha operado otra concepción provocando un cambio en el desplazamiento de los condenados. La noción dantesca de la eternidad es distinta a la virgiliana. La compasión de Dante ante los condenados se muestra más profunda; su infierno es eterno como una caída perpetua y sin retorno, como un infinito estar en el suplicio. Virgilio es la finitud, la temporalidad. Dante es la intemporalidad, lo eterno en el sentido cristiano. De igual modo, su sentido de belleza es atemporal, es la quietud divina, es decir, lo sublime.

Pero en su obra se funde la cosmovisión greco-romana, signada por la temporalidad, con el paradigma de la eternidad cristiana para ofrecer la variante que caracteriza a la moderna colectividad de occidente.

El registro de esta noción filosófica en Dante es tan trascendente, como la actitud desafiante con que muestra los modelos paradigmáticos de la modernidad. De un lado, sus personajes. El mismo Dante como hombre-poeta accede al misterio del inframundo y a la sagrada presencia de Dios sin despojarse de la mortalidad; y Beatriz, encarnación mística de la belleza o metáfora de la poesía misma, constituye la vía única para ascender al ideal cristiano, a Dios. De otro lado, Dante elige materiales lingüísticos hasta entonces proscritos en la literatura clásica, reivindicando la vivacidad de la lengua popular.

Dante inaugura la modernidad no sólo por el registro de la noción filosófica de lo eterno, sino, fundamentalmente, por la actitud de observar al hombre en una perfecta horizontalidad con Dios. 

Inmerso en una época en que la única posibilidad de salvación es la fe en el ideal cristiano, muertos los dioses griegos y romanos, Dante afinca su fe en el hombre, trascendiendo los tiempos y marcando de una manera impecable a las sociedades futuras. 

Aunque la importancia literaria de Dante es indiscutible, el papel de su obra en el plano social y político para la constitución del pensamiento del hombre moderno es, al igual que la obra de Shakespeare o Cervantes, de insondables repercusiones. 

¿Hasta qué punto se le debe a Dante nuestro sentido crítico de la burda materialidad, nuestro sentido de la solidaridad humana?

Guiados por Dante viajamos a las zonas horribles del infierno, sólo para vernos en la misma miseria de los condenados. La circunspección que llevamos al contemplar las imágenes que se nos avientan: la crueldad, el suplicio, la angustia, la desolación contemporánea; sólo nos sirve para mostrar que estamos aterrados. Dante pudo darle a su época la posibilidad de la esperanza, o al menos una alegoría para acompañar el viaje.

A nosotros nos toca la caída infinita, la muerte sin fin de Gorostiza.





Palimpsesto: Memoria sin forma del origen



Imagen: Dave Anderson





La libertad, como la poesía, es un valor secreto. 
Ungaretti


El poder de la literatura reside en el extrañamiento de los sentidos, en la desproporción a que son sometidas las formas adquiridas por la memoria, en el desollamiento de los lugares conocidos. Pero este afán sacrílego de embriagar los ojos con las palabras no ha sido siempre, como no siempre las palabras han asumido la imagen de una criatura de laboratorio. La palabra, como forma estética, reclama su origen en un fragor musical que ha resistido al tiempo. 

Las primeras palabras proferidas por el hombre no tenían una intencionalidad estética, pero su procedencia divina les insuflaba un halo de perfección y su contemplación estuvo más vinculada con el rito que con el goce. Fueron imagen y límite, mirada de los dioses, un azar, un espejo de oscuridad, un camino hacia el laberinto extraño de las cosas: Herencia deífica, hondas, abismadas al vacío que se esconde más allá de los ojos. Puntal. Esa palabra-sombra, arma, poder, se diluye en el tiempo de los orígenes y retorna a nosotros revestida con un sacro estertor. 

En occidente, la palabra se ha ido convirtiendo, poco a poco, en una caja sin misterios, en un objeto sin complejidad, reflejo, portador de otro, del significado. Como objeto, es decir, como signo, la palabra adquiere la extraña función de recordarnos algo ya percibido, de representarlo y convertirlo en el reflejo de una imagen, esto es, en idea. Occidente ha hecho de la palabra una idea, una representación de la imagen, pero la imagen misma representada en la palabra ha perdido su carácter esencial, su esencia misteriosa. 

Desligada del reino de la imagen, a la cual sólo representa, la palabra pierde su poder, ya no es vínculo con lo que está más allá, semejante a todo. Desterrada de su reino mágico, extinguida la esencia de su maravilla, cae en la dimensión de la historia convertida en representación pura. 

La reivindicación de la palabra, de su esencia, no puede venir del estudio de su fisonomía, ni del cálculo de la disección formal; sí de su efecto, de su forma de operar en la conciencia del hombre, porque el secreto de su maravilla reside en el contacto del hombre con la palabra, ahí se sucita el destello disímil en que la palabra se torna, no representación, sino imagen. 

La palabra ya no haya sitio en occidente. Detenida y contemplada con el visturí del fisiólogo, del arqueólogo; burlada la naturaleza de su materia inicial, sitiada en el cementerio de los signos, ya no puede significarse, volverse del revés, hacerse a un lado, descristalizarse, huir. 

La palabra perdió su origen misterioso en la idea de la representación, y la representación, a su vez, se fortaleció con la idea de la continuidad, de lo sucesivo. Como objeto de representación, la palabra adquiere la misma calidad de los seres y las cosas que ocupan un mismo plano espacio-temporal. Detenido "su movimiento" en que representa a una imagen, adquiere, automáticamente, la forma de un objeto que se desplaza en un orden lineal, similar al orden en que se suceden los fenómenos según la concepción occidental, en la que el pensamiento es una operación compleja que se enuncia como una operación sucesiva (Abate Vicard) . 

Aunque la búsqueda de la armonía entre lo uno y lo múltiple, entre lo particular y lo general, o, lo que es lo mismo, la identidad de lo universal, adquiere matices del más puro clasicismo (Adorno), la búsqueda del vínculo entre palabra e imagen, de su facultad secreta de evocar, no de representar, va más allá de la intención típicamente clásica. La palabra no representa a la imagen, la señala, la indica. Es una marca sobre la imagen misma, es la imagen señalada. Por eso, siguiendo a Borges y a Croce, en la palabra "rosa" está la rosa. 

La intención de encontrar en la palabra la "cosa designada", corresponde a una visión que se sostiene en la relación imagen-percepción, más que en la relación percepción-conocimiento. Michel Foucault señala en Las palabras y las cosas: " Al hablar del lenguaje en términos de representación y de verdad, la crítica lo juzga y lo profana. Manteniendo al lenguaje en la irrupción de su ser y preguntándole por lo que respecta a su secreto, el comentario se detiene (...) y se propone la tarea imposible, siempre renovada, de repetir el nacimiento en sí: lo sacraliza". Sin embargo, la sacralización del lenguaje, entendida como la búsqueda de su facultad evocativa, no precisamente constituye, a la manera del renacimiento, una búsqueda esotérica o mística. Y, aunque el peso de la racionalidad objetiva de occidente impone a las palabras una máscara de interpretaciones, la literatura, particulartmente la poesía, ha hecho resurgir su enigma. Mallarmé, Bretón, Reverdy, Rimbaud, Huidobro, Octavio Paz; han apretado el cuello a las palabras, las han partido en dos, o pulverizándolas, han encontrado en los diminutos fragmentos el oscuro y encerrado poder con que la imagen pervive más allá de la memoria olvidada. 

El hombre, rodeado de signos, de palabras carentes ya del sentido original, ambula en el transcurso de su vida, hundido a fondo en su propia historicidad cotidiana, ajeno a la memoria que reside en las palabras. Sin embargo, al pronunciar la palabra o al encontrarla, próxima, en la pronunciación de otro, se entrelaza con el origen en la breve duración de una imagen, por ejemplo, de la palabra tierra, mujer, agua. 

El retorno al origen como restrospección progresiva es, materialmente, una quimera, pues la memoria del hombre está determinada por su propio espacio y temporalidad, esto es, por su historicidad (Foucault). Sin embargo, la historicidad, los códigos de una época, son únicamente un basamento racional. Y la subjetividad del hombre constituye una vastedad de recursos entre los que puede señalarse, sin duda, la capacidad de percibir la imagen como una irrupción en la propia racionalidad. 

De ahí que el deleite de una obra de arte reside no sólo en los elementos contenidos en la misma, sino, además, en la subjetividad sensibilizada del hombre. Esta capacidad hace posible que una misma obra de arte sea percibida de manera distinta por cada individuo, porque en cada individuo la obra se materializa, se complementa, en una infinita gama de posibilidades perceptivas. 

La búsqueda del origen a través de la palabra es la búsqueda de lo ilimitado, la intención de ruptura del orden de representaciones establecido por el lenguaje, la aspiración esencial del ser de encontrarse con la memoria sin forma del principio, visión primigenia, engendro de armonías, cadencias sugeridas por la ausencia del grito, ritmo incesante nacido de una voz, de una música sin tiempo. 

La palabra es pasaje y confín, en ella convergen memoria y olvido, las imágenes cotidianas y las que subyacen sumergidas por el peso vertical de las épocas. Cada encuentro con la palabra es un contacto en doble vía: Memoria y fantasía. La única memoria posible es la proximidad. La fantasía es extremo, disolución de la memoria e inicio de un universo de fascinación, no de signos, sí de señas, de imágenes exaltadas, inéditas, formándose y transformándose a partir de los fragmentos de la memoria. 

Cada palabra es un dibujo mudo, espectante (Octavio Paz), en espera de una mirada que le asigne un sitio en el mundo de la "realidad" o en el sitio de la fantasía, en el mundo de la cotidianeidad, de la historicidad, o en el refugio de la imaginación. 

El Pierre Menard, autor del Quijote, de Borges, la imagen del palimpsesto o la teoría de la recepción, son apenas el esbozo de un campo del que todavía no es posible determinar sus leyes. No obstante, nos señalan que, en el encuentro del hombre con la palabra, se produce una interrogante que aniquila a la representación y que deja al hombre frente a frente con el objeto señalado, es decir, con la imagen que subyace en su propia subjetividad. 

En la lectura, en el encuentro del hombre con la palabra se produce un trastocamiento de la historicidad, la evaporación del espacio real y de la temporalidad que la determinan. La lectura, como campo de estudio, es apenas un atisbo que no se plasma todavía en la imagen del palimpsesto. El campo de la lectura, como prolongación de la obra, ha sido visualizado en abstracto, pero corresponde a la experiencia concreta, particular o individualizada, al hecho material del encuentro del lector con la obra, del hombre con la palabra. 

En la interacción lector-obra, no opera el mismo proceso autor-obra, sin embargo, el objeto del encuentro con la palabra es el mismo en tanto fin. Al leer lo escrito, no escribo ni reescribo, descifro, desde mi perspectiva, el texto. En la producción del texto literario, el autor elige los elementos apropiados a su expresión; el lector opera desde una óptica parecida, pero es más interrogación. El lector descifra, busca en el texto, en los códigos, las respuestas que le plantean sus propias interrogantes. Pero, al percibir, se crea un universo a la medida de sus propias inquietudes: recrea para sí el texto, lo reinventa. El texto, como intermediario del encuentro autor-lector, se complementa en el último, se convierte en obra. Es palimpsesto únicamente como figura del contacto con el lector. 

Cada texto es percepción, materialización de percepciones, retención de imágenes percibidas, salvadas, transferidas y convertidas en un universo perfecto de intermediaciones en el que los hombres realizan su aspiración de transgredir la cotidianeidad. 

La comunión autor-lector se ofrece bajo la complejidad sinuosa de la cultura. En esta, la producción del texto reclama un estilo impecable, forjado en la tradición, tejido con los hilos memorables de los mejores hilanderos. Los materiales escogidos en una obra memorable pasan, indefectiblemente, por el tamiz de los más arraigados y distintivos elementos de una cultura. En occidente, el elemento más afincado en la tradición, por lo menos en los últimos tres siglos, es la intención racional de aislar hasta el exceso al objeto percibido, un sentido de la finitud consecuente con la certidumbre de la vida y, por ende, de la muerte. Este sentido, esta señal del fin provoca una tensión y una intencionalidad de ruptura por el ideal de lo infinito que subyace en el subsuelo de la propia cultura, en sujeción con la idea de lo perfecto. 

Es en este sustrato donde se realiza el encuentro autor-lector como una búsqueda de la libertad. Lo clásico reclama esta búsqueda, se alimenta en la tradición, en lo memorable. Autor y lector se encuentran en el mismo impulso, aferrados, como dos ciegos, al código secreto en que realizan su máxima aspiración de trascender el límite y fundirse en la plenitud de una imagen en que todos los hombres son uno, idéntico a la perfección, a la totalidad, a la armonía original del principio. 

La intemporalidad de los textos memorables, más que una herencia cultural, es un atributo de la condición humana que se busca y se haya en la inmóvil aspiración a la libertad. Los lectores de todas las épocas regresan a las obras imperecederas porque en ellas resuelven esa aspiración. 

En la literatura están contenidos los valores persistentes de la tradición, los que no cesan y son permanentes; cambiantes y necesarios a los tiempos. Cada individuo participa de ellos en el texto literario porque la naturaleza del hecho artístico es eminentemente cultural. 

La incorporación del lector al campo de la obra literaria no responde, en sentido estricto, a una concepción de la obra como creación, sino como espacio en que se desplazan los valores, del autor al lector, en una perpectiva en que la movilidad dialéctica de la cultura le reserva la aceptación o el rechazo. 

En el proceso de la recepción del texto como objeto artístico, el lector juega el incuestionable papel de complementar la obra en su lectura, y su sola experiencia restituye al texto la cualidad de indescifrable laberinto, antihermenéutico, condenado a estallar en significados disímiles, a convertirse en la memoria sin forma de la aspiración a la libertad.



® 
Postmodernidad:
El Escaparate de los laberintos




Gustave Doré: Dante en el bosque oscuro


                                                                       “A mitad del andar de nuestra vida
  extraviado me vi por selva
  oscura,
  que la vida directa era perdida”

                                   Dante









En la situación crítica en que se encuentra el pensamiento occidental contemporáneo todo tipo de ensayo o intento de estudio entraña en sí mismo la figura de lo fallido. Nuestro tiempo está marcado por el estigma de la modernidad, por el rechazo a la autoridad. Todo ha caído, la razón yace postrada intentando, como el ave fénix, levantarse de sus cenizas. El hombre del siglo XXI se encuentra perplejo ante un laberíntico escaparate donde las ideas cuelgan asidas a la nada, como llaves que conducen a ninguna parte.

Pero esta no es una circunstancia particular de nuestra época. Cada vez que el hombre ha rechazado la autoridad suprema, la explicación unívoca de todos los caminos, ha experimentado la sensación angustiosa del vacío. No se trata de la muerte del pensamiento propiamente, más bien es la caducidad de los dogmas, entendidos como el absoluto pleno de toda respuesta. Más que la muerte de la racionalidad, experimentamos el remozamiento de lo que nos caracteriza: Hostilidad hacia cualquier forma de autoridad. La actitud reiterada del hombre moderno (renacentista, empirista, racionalista, ilustrado o postmoderno) sigue siendo la misma.

Lo inadmisible de todo tipo de autoridad, sea esta de orden metafísico o materialista, radica en la esencia dialéctica de esta actitud del espíritu humano. El hombre moderno del renacimiento rechaza no sólo la palidez ha que ha sido sometido su rostro por la intimidación y el miedo, rechaza, básicamente, la exclusividad del conocimiento asumida por el clero. La búsqueda de vitalidad, encontrada por los artistas de la estética de la antigüedad greco-latina, es la misma vitalidad manifiesta en el fervor popular del medioevo, esa vitalidad, ese vigor marginado es el que se abre paso para atacar a la autoridad desde un ángulo típicamente moderno. Pero es en la burla, en la socarronería, donde la visión oficial de la autoridad encuentra su antídoto, su radical antítesis. La consigna de “Muerte a la autoridad” es la consigna del hombre moderno. Si el clero empalidece y enjaula el rostro del hombre, Leonardo y Miguel Ángel lo pintan robusto; y si el Papa se roba la robustez, Rabellais lo vuelve un enano de carnaval . Nada, nada se mantiene de pie, como autoridad absoluta, ante los ojos del hombre.

La Utopía de Tomás Moro no es otra cosa que una carcajada virulenta en las barbas de Enrique Octavo. La razón es hija del renacimiento como el renacimiento es hijo de la risa. Ante nuestra perspectiva, el juego del pensamiento tratando de atrapar la realidad, adopta una imagen de comicidad. En este sentido, La Comedia de Dante se mantiene erguida como un juego sacrílego. La Comedia es tal en cuanto refuta la autoridad de la tragedia y festeja la risa, la felicidad que produce la burla (Dante entra y sale por el inframundo no sólo burlando a la muerte, sino, de algún modo, al mismo Cristianismo).

Desenfocar la autoridad para alumbrar su opuesto, es el rasgo fundamental de lo moderno. El humanismo no es otra cosa que la desautorización de Dios, es decir, de su representante autoritario, el clero. Pero el hombre del humanismo renacentista se vuelve un héroe despótico, autoritario. Es el Rey omnipotente de la autoridad perfecta, de la virtud sublime. Shakespeare sabe mejor que nadie la ambigüedad de la nobleza; en la bajeza de Otelo y en el hedor de Hamlet hace confluir el asco precioso que le despierta la autoridad del noble.

Risa y razón son el engendro de la modernidad; a la razón le corresponde el papel de atrapar la verdad, a la risa, reírse de la razón. No es fácil para la razón. Heredar pensamiento es heredar autoridad. La herencia del pensamiento es la herencia de una crisis, la herencia de una conciencia empecinada en la transformación de sí misma. Autoridad y deslegitimación de la autoridad constituyen la dialéctica de nuestro conocimiento.

Kant redime a los empíricos y a los racionalistas, pero se eleva como autoridad en busca de lo universal, de lo necesario. En él se prolonga la modernidad, la intención de acabar con el límite, con el ahora de la experiencia inmediata. La autoridad de la razón encarna en Kant como la intención humana de perpetuar la extensión del conocimiento. Kant no desbarata la concepción filosófica en que se sustenta la sociedad feudal, pero sienta, junto a Laplace, las bases para una concepción más enérgica, capaz de construir en la tierra el reino de la razón, la sociedad organizada idealmente. Históricamente, la deslegitimación de la autoridad, como actitud del hombre occidental, se concretiza en la revolución ( la Revolución Francesa es el símbolo perfecto que desaprueba y destruye la autoridad feudal, pero al destruirla, funda otra).

Fichte, Shelling y Hegel, no desautorizan ni deslegitiman a Kant, lo prolongan en su aspecto de lo absoluto, en la necesidad manifiesta de alcanzar la totalidad, la universalidad necesaria que determina la verdad. Lo prolongan en la idea del fluir perpetuo hacia la totalidad que supera las particularidades, hacia la subjetividad contemplativa en que los contrarios se armonizan.

Laplace y Kant heredan una autoridad obstinada en la universalidad. Laplace pudo visualizarla como un teorema matemático. A Kant se le fugó la posibilidad de abstraer el todo, pero sus herederos encontraron en ese todo, en su absoluto, fugaz para Kant, la razón de lo que es.

La autoridad de Kant ha encontrado más herederos fieles que rebeldes descarriados. Quizás el hastío de Kierkegaard no es una lanza directa contra el racionalismo, sino más bien contra la absurda felicidad de la burguesía liberal. Kierkegaard no se burla de la razón sino que la increpa por su artificio, por su ínfula de comprender el todo, aislada de la existencia misma del hombre. Con Kierkegaard, Heidegger y Nietzche, el pensamiento moderno encuentra su fibra de desaprobación. Kant creía religiosamente en la ciencia y en el juicio, pero Heidegger descubre su artificio de tamizar la subjetividad humana desde una objetividad aparente. Con la actitud del existencialismo, nos encontramos nuevamente frente a la tradición moderna de la deslegitimación, de la muerte de la autoridad absoluta como consigna favorable del hombre que busca su libertad. Sobre el existencialismo descansa, en el escaparate laberíntico, la saludable desaprobación del dogma racional de los últimos cuatro siglos.
La situación actual del pensamiento contemporáneo no puede considerarse un caos, más bien es la confluencia justa de la tradición moderna de la deslegitimación.

Pero la filosofía, a diferencia de la burla desenfadada que puede expresarse en la literatura, no puede deslegitimar sin argumentos consistentes. Y la dialéctica de la conducta humana de deslegitimar la autoridad no es un recurso meramente retórico. La sinceridad de Kierkegaard y los últimos existencialistas (Sartre y Camus) se sustenta no en abusivos caprichos. La herramienta más valiosa del pensamiento occidental, la Dialéctica, ha sido descuidada desde Kant y Laplace en lo que se refiere a las leyes de lo contingente, de la porción de azar inherente a la realidad misma, a la posibilidad de su aprehensión. En la ciencia, el azar constituye un universo inaprensible por la razón. Las herramientas científicas en que descansa la filosofía no metafísica, son incuestionablemente valiosas para el bienestar de la humanidad, pero no por ello llegan a ser armas infalibles en la determinación de la verdad, de lo que es. El pensamiento contemporáneo se desenvuelve en una situación especial, ya no pertenece al terreno de la modernidad en términos absolutos, es la manifestación de una circunstancia especial en la que confluyen todas las fuentes del pensamiento, sin preeminencia de ninguna en particular. Es lo que se podría llamar “circunstancia de pluralidad filosófica”.

A esta “circunstancia de pluralidad filosófica” no corresponde una verdad absoluta, es decir, que la realidad puede ser aprehendida por la razón, pero a su vez, la razón constituye porción de realidad en cuanto no es realidad absoluta. Hacia esta forma de pensamiento o situación especial, ha inducido particularmente el alcance de la “Teoría de la Relatividad” de Einstein, la Física Cuántica y el estudio sincrónico del Estructuralismo.

Entrado el siglo XXI nos encontramos ante una situación particular en la que la verdad trata de escurrirse detrás de los esquemas heredados por la tradición de una autoridad  fundada en la razón. Son estos esquemas los que trata de sacudirse el pensamiento contemporáneo, el pensamiento postmoderno.  La razón se hizo dogma, autoridad, prejuicio; reclamó para sí la presea de la verdad, marginando la perspectiva múltiple, el punto de vista de lo particular.

La visión del pensamiento contemporáneo reniega de la visión universal, del absoluto, el todo autodeterminado. La pluralidad no admite la forma de lo universal, de lo unánime, al contrario, es la expresión del contraste, de la discrepancia compatible. El imperio de lo universal ha devenido en aprecio de lo particular.

El hombre ha sido sometido por el canon de la sociabilización, ha sido despojado de su individualidad intrínseca, de su capacidad de expresar su esencia singular, su libertad inherente. El contexto actual expresa un afianzamiento de la característica de la modernidad que anula al individuo. La era de la postmodernidad es una paradoja; la extraordinaria fuerza de la tecnología de la masificación, de la manipulación en masa, difumina la personalidad del individuo, lo desintegra y, simultáneamente, ofrece a un orgulloso racionalismo con rasgos de humildad por el reconocimiento del imposible absoluto.

El pensamiento postmoderno reivindica la tradición moderna en el punto en que deslegitima el “sentido histórico universal”, la “realidad absoluta”, el “predominio de la racionalidad” y “el carácter ilimitado del conocimiento”. La trascendencia de este rasgo en el contexto postmoderno radica en el fortalecimiento e cada porción de realidad, de cada fragmento constitutivo de la experiencia humana, de cada cultura. De ahí que haya contradicción fundamental en la “circunstancia contemporánea”: El pensamiento postmoderno continúa levantando la bandera de la deslegitimación en relación al desvarío de la autoridad suprema del conocimiento, pero esta realidad del pensamiento no corresponde a los altos niveles de manipulación humana resultante de la liberalidad burguesa respaldada por el avance tecnológico que, incluso, amenaza con la destrucción del planeta si desata la furia de su imperio.

Atrás quedó la posibilidad del hombre que resuelve sus problemas en masa. No hay ya los antiguos metarelatos.

Nietzche fue testigo de la muerte de Dios. Nosotros asistimos al funeral de todos los consensos. Lo demás es silencio.



Baudelaire: La danza de la serpiente


Entrar al universo de Baudelaire es entrar de lleno a la ciudad, a la modernidad, a la boca del absurdo. Baudelaire dibuja con exactitud el retrato espiritual no solo del siglo XIX sino, además, del XX. El romanticismo francés encontró en Víctor Hugo a su máximo exponente, pero en Baudelaire a su exquisito rebelde.

El espíritu francés del siglo XIX oscilaba entre el conocimiento profundo de lo natural y la postración ante lo divino. De un lado la percepción del hombre como una compleja y armoniosa expresión de la naturaleza, y del otro, la percepción de la naturaleza como una mágica representación de Dios.

El tiempo de Baudelaire vivió los cambios como una vertiginosa avalancha que no deja ninguna piedra sin mover. Agobiado por una normativa racional, por la palidez hipócrita de una burguesía de candorosos suspiros y amanerados coqueteos, Baudelaire respiró hondamente el aliento acre de un monstruo disfrazado con frac y fragancia de rosas. El hedor de París, su humedad y las luces mortecinas le embotaron los ojos hasta el asco. Esquinas atestadas de mendicidad y figuras inflamadas; ángeles melancólicos y vagabundos lanzados a palos; magistrados orangutanes recitando los principios del 89, el graznido acuoso de las máquinas y los teatros abarrotados por la mulería; todo París representó una náusea con ínfulas de progreso. Progreso con sabor a decadencia, percepción del futuro con inconfundibles señales del fin: Modernidad.

Baudelaire paseó sus ojos por unas calles que celebraron la muerte y el despertar, entre hombres que fueron animales y ángeles, transeuntes similares, indefensos, asquerosos y exquisitos. En su mirada hubo un deseo ingenuo de estrechar el lado oscuro, insondable, del hombre; un deseo de navegar por la noche, por la muerte, como si fuera un lugar de playas adorables donde reside, precisamente, la belleza. Este París que le muestra su asquerosidad se transmuta en Baudelaireben una delicada sensación estética. Baudelaire descubre en aquello que más detesta un refugio de gozo alucinante, una repugnante fuerza de seducción:

Recuerda aquella cosa que vimos, alma mía,
un día soleado:
al lado de un sendero una carroña había,
un cuerpo espatarrado.

Con las piernas al aire, como una mujer lúbrica,
emanando veneno,
era allí abandonada, de la muerte la rúbrica,
con el vientre de cieno. (…)

Las Flores del mal XXIX


Esta seducción, ¿qué es, sino ironía, es decir, una graciosa devolución de lo vivido?

En cada verso de Baudelaire no hay una pura fantasía, hay un tajo de París, un jirón de época, de sangre coagulada, reluciente, un tramo de vértigo y de noche. Lo otro, en Baudelaire, no se instala en un más allá impalpable, nace de él, nace a su lado, a su alrededor. Sus imágenes no dan tregua, su lenguaje aporta figuras gemelas a su entorno:


El demonio a mi lado acecha en tentaciones;
como un aire impalpable lo siento en torno mío;
lo respiro, lo siento quemando mis pulmones
de un culpable deseo con que, en vano porfío.

Toma a veces la forma, sabiendo que amo al arte,
de la más seductora de todas las mujeres;
con pretextos y antojos que no echo a mala parte
acostumbra mis labios a nefandos placeres.


(Las Flores del mal CIX)



Pero andar por las sombras o entre las fortalezas que lo encierran no le acerca a la realidad que lo circunda con intención descriptiva, Baudelaire no describe la realidad, la transmuta en un mundo de mágicas resonancias. Su poesía no es otra cosa que la búsqueda suprema de su propia verdad. Baudelaire sublima la realidad con un ingenuo goce delictivo. No se trata de una falsa moral adolorida, la naturalidad de su franqueza se funde con precisión con su carácter soberbio, lo que no significa carencia de sensibilidad.

Los tópicos abordados en su poética indican una profunda preocupación espiritual; la calma voluptuosa, la exploración exótica y la mortalidad del alma, la caída y altivez de Satán, el efluvio apacible de los ángeles: Tópicos que adquieren una enorme fuerza crítica al hilvanarse con agudeza a la constreñida problemática social y moral de la época:


¡Oh, tú ángel hermoso, que loado no has de verte!
Eres Dios traicionado por la suerte.
¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!
(…)

Tú, que al mismo leproso y al paria si es preciso,
a través del amor les das el paraíso,
¡oh, Satán, ten piedad de mi larga miseria!

(Las Flores del mal CXX)


La permanente recurrencia a los símbolos religiosos en Baudelaire, expresan claramente su actitud racional, su enjundia hacia el templo defenestrado de la religión. El símbolo de Dios o Satán son empleados con insidia, con un cinismo irreverente:


¡Ah, Jesús, no te olvides de la noche del huerto!
En tu simplicidad, orabas de rodillas
ante aquel que en el cielo, al ruido de los clavos
que en tus pies y tus manos clavaban, sonreía.
(...)


(Las flores del mal CXVIII)


La intención poética de Baudelaire es transitar por las experiencias más ásperas de la espiritualidad convencional, dejarse caer en el abismo insondable de las sensaciones hasta alcanzar el estado puro de la belleza. Para Baudelaire la belleza no está desligada de las experiencias terribles, su estética es una estética opuesta al romanticismo en cuanto no persigue más que un estado vacuo de contemplación. Esta es su búsqueda, y sólo puede encontrarse en la laboriosa perfección de la palabra. Su poderosa visión poética reclama un hombre liberado de la religiosidad, de la vana espiritualidad que se desploma en sollozos. Su máxima verdad consiste en la perfecta construcción poética, lo demás son argumentos inútiles de un destino que lo marca para la muerte. La perfección de la muerte es un viaje a la poesía.


"(...) ¡Quiero dormir! ¡Dormir más que vivir! 
En un sueño, como la muerte, dulce, 
estamparé mis besos sin descanso
por tu cuerpo pulido como el cobre.

Para ahogar mis sollozos apagados, 
sólo preciso tu profundo lecho;
el poderoso olvido habita entre tus labios 
y fluye de tus besos el Leteo. (...)"


(El Leteo)


Lo célebre en Baudelaire no sólo radica en la punzante franqueza que sorprende, que rompe con el sentido común o con la parsimonia de lo establecido, sino, además, la precisión para encontrar la palabra idónea, con la que define magistralmente los ambientes de un mundo en perfecta armonía. Este argumento estético se muestra en todos sus trabajos poéticos, en los que impera una visión transparente, de colores suaves contrastados con fuertes pinceladas o, a la inversa, de colores fuertes con suaves matices superpuestos. Es una aplicación permanente de sus correspondencias:


Si, cerrados los ojos, en la tarde otoñal,
respiro en tu regazo un olor capitoso,
veo ante mí extenderse un litoral dichoso,
y me tiendo a dormir en ese litoral.

Una isla perezosa donde lo natural
es el hermoso árbol con su fruto sabroso;
hombres que tienen cuerpo esbelto y vigoroso,
mujeres con mirada de fresco manantial (...)

(Las Flores del mal XXII)

La perfección de las imágenes construidas por Baudelaire han alcanzado un extraordinario grado de trascendencia que constituyen, en la actualidad, verdaderas tipificaciones artísticas en occidente, tal es el caso del símil del albatros:

Suelen, por divertirse, los mozos marineros
cazar albatros, grandes pájaros de los mares
que siguen lentamente, indolentes viajeros,
al barco, que navega sobre abismos y azares.

Apenas los arrojan allí sobre cubierta,
príncipes del azul, torpes y avergonzados,
el ala grande y blanca aflojan como muerta
y la dejan, cual remos, caer a sus costados.
(...)

El poeta es igual... allá arriba, en la altura,
¡qué importan flechas, rayos, tempestad desatada!
Desterrado en el mundo, concluyó la aventura:
¡sus alas de gigante no le sirven de nada!

El Albatros


Pero detenernos únicamente en su acuciosidad formal sería caer en la banalidad de no apreciar lo que subyace en el fondo de esta búsqueda de la perfección, pasar de alto algo de la esencia contenida en su obra: "Baudelaire cantó la única pasión que el siglo XIX pudiera experimentar con sinceridad: el remordimiento." (Paul Claudel).


Baudelaire trasciende a sus contemporáneos no por esa persistencia formal, más bien por una actitud que desentona con el acartonamiento puramente romántico, por un extraordinario olfato para ir en contra de la corriente, para huir de la muchedumbre, para darle de palos cuando el hastío la adormece. 

Baudelaire discurre su obra en franca oposición al ruido vulgar de la tradición hecha costumbre, en fin: "La profunda originalidad de Charles Baudelaire, en mi opinión, está en presentar con fuerza y en lo esencial, el hombre moderno; y con esta palabra, el hombre moderno, no quiero designar..., el hombre moral, político y social. 

Sólo quiero hablar del hombre en su físico de hoy, tal y como le han hecho los refinamientos de una civilización del exceso, el hombre moderno, con sus sentidos agudizados y vibrantes, su mente sutil hasta el dolor, su cerebro saturado de tabaco, su sangre quemada por el alcohol, en una palabra, el bilio-nervioso por excelencia." (Paul Verlaine).

Es esta "otra manera del hombre moderno" la que produce en Baudelaire una franqueza desnuda, carente de falsedad y de retórica y que, unida a una profunda sabiduría sobre la condición del hombre de su tiempo, le permite trasvasar su propia vivencia retratándola con infinito respeto, es decir, con desprecio:


Igual que un libertino que besara y mordiese
el seno maltratado de una vieja ramera,
robamos al pasar un placer clandestino
que exprimimos lo mismo que una naranja seca.

Espeso, hormigueante, como un millón de helmintos,
un pueblo de demonios hierve en nuestro cerebro;
y cuando respiramos baja a nuestros pulmones,
como un río invisible, la muerte, el paso quedo.

Si el estupro, el veneno, el incendio, el puñal,
no han bordado hasta ahora dibujos a capricho
en este cañamazo que destino llamamos
es, ¡ay!, porque no somos lo bastante atrevidos.
(...)

¡es el tedio! Él nos llena de llanto sin motivo,
y fumando su pipa, imagina cadalsos.
Tú conoces, lector, al delicado monstruo
-hipócrita lector-, -igual a mí-, ¡mi hermano!



Esta manera directa de confrontar la cotidianeidad de su época sólo puede sustentarse en un rechazo viceral a la misma, y por ende, en el deseo de fundar una ciudadela perfecta, llena de la sensualidad propicia a los cuerpos que se encuentran en la pureza absoluta de la naturaleza, donde el pecado, ni Dios, ni Satán encuentran sitio; sólo la danza mística de la serpiente, el ángel inmaculado que gime de deseo.


Marco Antonio Madrid: La luz en la hierba 


Marco Antonio Madrid debió haber leído con atención a los poetas latinos durante sus estudios universitarios, pero antes le debieron haber atraído profundamente los clásicos de la filosofía griega; quizás las figuras casi mitológicas de Heráclito, Demócrito, Pitágoras, Platón y Aristóteles se entrelazaron con las deidades reseñadas por Homero, Virgilio y Dante para desembocar posteriormente en los más notorios poetas contemporáneos, especialmente Borges, con quien de alguna manera se identifica por la inquietud metafísica que cruza su libro La blanca hierba de la noche.

Este estudio de La blanca hierba de la noche tratará de esbozar esa intención filosófica que, unida a una depurada técnica poética, hacen de dicho trabajo, una de las obras más consistentes de la actual literatura hondureña.

Descomponer una obra de arte para determinar los elementos esenciales que la constituyen es menos difícil que construirla. Para crear arte es preciso contar con un sustento teórico capaz de elevar los materiales comunes a un nivel en que estos trascienden su misma materialidad, es decir, se precisa un ideal estético. Pero ¿qué es un ideal estético si no la abstracción de una realidad que se oculta en el disfraz que ocupan los objetos?

En el perpetuo simulacro de la realidad, la verdad se desliza y se estaciona detrás de las cosas, de los reflejos que a diario se nos echan encima devorándonos la mirada y la voz. Nuestros ojos giran en la superficie de una memoria establecida en las cosas. Pervivimos dentro de ese orden mimetizados en el relumbre, ajenos a la riqueza múltiple de las formas, a la existencia. Hijos de la banalidad, de la costumbre, caemos en la seducción de la vacuidad, de la indiferencia, de la repetición obscena de lo mismo. 

Tampoco el arte se salva de esta pobreza repulsiva. Los estilos llegan a ser poco menos que una simulación de lo novedoso, y la memoria se ensancha en la vileza como una asquerosa vaca de mismidad. ¿Puedo salvarme de repetir a Cardoza y Aragón, a Borges?
La auténtica pulsión del artista es resistirse a la repetición. La obra de arte traspone al receptor al universo específico de la obra misma (Georg Lukács). El arte es un intento colosal por descascarar la verdad y fundar otra memoria. A pesar de Giles Deleuze, los grandes intentos literarios apuntan hacia una destrucción de la memoria parcelada y hacia la construcción de una memoria que es el cantar del hombre.

De Homero a Dante, de Milton a Shakespeare, de Mallarmé a Pound. La poesía no es un artefacto morboso de la contemplación de sí mismo, la poesía, como contemplación pura, constituye un infalible contacto con la incertidumbre. Es aquí donde, al valorar la literatura hondureña, y colocar la reciente aparición de "La blanca hierba de la noche" de Marco Antonio Madrid, caemos en la cuenta de un despliegue inusual de la voz poética hondureña.

El trabajo de Marco Antonio Madrid trasvasa la frontera poética para instalarse en una intención filosófica sin egolatría. Su intención directa es enunciar una palabra capaz de contener el ser y el tiempo, a sabiendas de que el ser y el tiempo se esfuman en la palabra misma. En él no se percibe únicamente una intención rítmica o musical, ni transmitir un inventario de imágenes, sino una totalidad que puede caber en el desvanecimiento de la última palabra de un poema. Esa unidad intencional que subyace en el fondo de su poética podría pasar desapercibida para un lector relajado, pero Marco Antonio elige su auditorio entre aquellos que guardan un sitio a los nombres y los hechos que han trascendido el tiempo. 

Su búsqueda no es la explicación de un mito local, sino la explicación de esa sensación difusa de la existencia que en occidente, por algún vestigio de religiosidad, percibimos bajo una pecaminosa forma de dolor. Es una intención de ascenso a lo perdurable que Marco Antonio Madrid desmorona con un indolente guiño de racionalidad. Demos por sentado, por el momento, que Marco Antonio tiene pleno dominio del oficio poético con sólo haber escrito este verso: "Menudo sedimento es la palabra/donde mi alma cantó su tránsito fugaz", para afirmar que "La blanca hierba de la noche" es el trabajo poético más consistente de los últimos tiempos en Honduras.

Ítalo Calvino hubiera dicho que la consistencia es esa cualidad de la literatura que nos permite visualizar la obra más allá del plano puramente formal, que nos ofrece la oportunidad de establecer su capacidad de permanencia en el tiempo. Por supuesto que siempre será un riesgo vaticinar la perdurabilidad de una obra por la enorme gama de variables que pueden afectarla. Sin embargo, tal afirmación es factible en "La blanca hierba de la noche" puesto que es sostenida por una actitud que supera a la intención puramente artística.
Marco Antonio Madrid sostiene su obra en un sentimiento de desesperanza, plasmando en su trabajo, quizás sin proponérselo de manera estricta, la inquietud fundamental del hombre contemporáneo. Más allá de aquellas obras de supuesto compromiso social que poco a poco van siendo soterradas por un tiempo que se diluye con ellas, la obra de Marco Antonio se distancia del plano anecdótico para dejarse caer en el abismo donde los bordes de la vida se deslizan para mostrarnos esa levedad que a diario nos atenaza.

Dije desesperanza, pero se trata de una identificación con el hombre que busca el sentido de la vida para encontrar únicamente una "dolorosa mancha de limo en su costado".
La consistencia en la obra de Marco Antonio Madrid se detecta no sólo en la cuidadosa escogencia del material lingüístico, sino en la elección de personajes de rasgos inquebrantables cuya sola figura ha trascendido hasta nuestro tiempo porque constituyen verdaderos iconos de la experiencia humana: Dido, Ulises, Tántalo, Heráclito, Menelao, Ícaro, Euridice, etc. 

Es allí, en estos iconos del ser humano que Marco Antonio procura encontrar ese intento infructuoso del hombre por la trascendencia. Pero no intenta, aunque lo logra con una extraordinaria capacidad de síntesis narrativa, remontarnos a unos escenarios en que los matices del dolor, la sangre y la soledad constituyen fieles representaciones de una tragedia pasada, sino que nos transporta a la encarnación de aquellos personajes para devolvernos, otra vez con ese guiño del más crudo existencialismo, a nuestra verdadera esencia: La desesperanza.

Marco Antonio aborda de manera directa la tragedia humana en unos cuantos versos y personajes, sin abandonar una decantada intimidad, y nos entrega, con maestría, una muestra de ese dolor intangible que se esfuma en la tranquilidad aparente de la vida.

Su mérito quizás no consista en la ampulosa intención de la novedad, sus versos no manifiestan un tono enfático, más bien persisten en una naturalidad interrogativa como si contemplara la plenitud del dolor con cierto estoicismo:

El hombre pasa. 
Su palabra queda temblando 
un instante sobre el agua, 
un instante, después es una lágrima. 
Un instante nada más, 
un instante sobre el agua. (…)

Tan sólo hay una herida que sangra en su costado.

(Remanso. P. 37)

Sin embargo, este aparente desapego del dolor, que en ciertos casos llega a esbozarse como una clave de ironía descubre uno de los argumentos fundamentales del trabajo poético de Marco Antonio: Desenmascarar la inútil aspiración de trascendencia del hombre:

(…) El tiempo es un acero 
que se abre paso entre las rocas. 
Pero otra es el agua,
viejo Heráclito, 
donde fue una con el polvo 
vuestra sangre.

(Heráclito. P. 49)

¿Dónde están las sagradas hecatombes, 
el amor que insuflaba el bronce 
en el fragor de la batalla, 
la tierra que crujía bajo tus huellas?

(Los Atridas. P. 51)

No se trata de una búsqueda de respuestas a su condición finita, más bien es una enquinada determinación por señalar dicha intención como vacuidad:

El hombre pasa. 
El sol se apaga 
dejando un remanso
de sombras en sus labios, 
y no hay sueños, 
ni mundos que pueda redimir, 
ni credos que lo salven.

(Remanso. P. 38)

Esta observación podría iluminar, además, que en la poética de Marco Antonio, la belleza está vinculada de manera directa con el conocimiento de la verdad. Es ahí donde reside, precisamente, la seducción de su trabajo. En cada verso no sólo existe una forma cuyas cadencias rítmicas y fónicas nos comunican una musicalidad que evoca en nuestra memoria sensorial los acordes exactos conque se identifica nuestra apetencia sensitiva. Marco Antonio plantea en forma radical una verdad indiscutible: El hombre y el tiempo son antagónicos. 

Pero es este antagonismo señalado de manera persistente casi en cada poema el que nos comunica la totalidad de una verdad pertinente a todos, la que, por sí sola, constituye un poema en el que todos podemos vernos reflejados, ya sea "buscando la palabra en el surco de una flor" como Nazim; en medio de la pira, como Dido, o en el rostro de Heráclito, en el río.

El argumento central en la obra de Marco Antonio, como lo he dicho arriba, es mostrarnos una verdad en la que todos los hombres somos uno: Ulises.

No se podría decir que Marco Antonio únicamente retoma y recrea determinados personajes instalados ya en la memoria de occidente. Marco Antonio no pretende impresionarnos con alucinantes composiciones destinadas a la agitación sensorial, es más, la consistencia de su obra no reside precisamente en la creación de sólidas estructuras poéticas. "La blanca hierba de la noche" nos instala en la esencia preservada en los hombres a través de los tiempos, en una zona donde se consuma nuestra intangible transitoriedad. No es ninguna novedad, pero es incuestionable. Y sin ninguna duda, este rasgo de su obra es el que se ensancha creando un espacio totalmente abierto en el tiempo.

En la poesía de Marco Antonio no se percibe la intención de construir algo bello a partir de una imagen sin fondo, de seducir con ecos o reflejos. Su manera es una sobriedad de corte filosófico, de ahí su risa más cercana a la ironía, a la risa filosófica. No se trata de una obra poética meramente "recreativa", sino punzante, crítica y reflexiva. Sin embargo, a pesar de que Marco Antonio Madrid arraiga su poesía en la esencia de la tradición de occidente (razón filosófica), esta esencia no se sobrepone de manera subyugante a los rasgos artísticos (razón artística) de cada poema y, sin desintegrarse, deja que la forma poética conserve intacta su naturaleza. 

Es en este balance en que la razón filosófica y la artística se conjugan para ofrecer un texto literario rico en ideas y cargado de un simbolismo capaz de desdoblarse para evocar, como un diáfano espejo de subjetividad, las pasiones persistentes de nuestro tiempo. Se trata de un refinado tejido de símbolos casi sacramentales en el que pugna la intensión de mostrarnos una verdad, una realidad que se oculta detrás. Es la esencia, la idea, tratando de salir a flote, escurriéndose a través del tejido poético. Bien podría decirse que "La blanca hierba de la noche" es una irónica alegoría de la fútil búsqueda de trascendencia.

Es la imagen de un persistente ocaso cayendo con densidad de ceniza, ahogando el aire y el lenguaje de las hojas, hiriendo con lenta brutalidad la eternidad de las rocas. Es la exasperación de un peregrinar por un camino de erráticos precipicios donde la luz se extingue irremediable.
Pero no hay lamentación. Marco Antonio escribe desde un ángulo similar a la nostalgia y narra ese permanente peregrinar del hombre bajo la misma circunstancia del fin. No cuestiona el fin inacabable, la finitud, sino la ingenuidad de ocultar su existencia. Aún cuando deja traslucir un dejo de esperanza, esta queda atrapada en la misma visión desoladora:

Sólo el amor me acerca a tu piel distante, 
sólo tu amor como una vieja herida 
tan dulce y entrañable. 

(De la llama otro fuego. P. 77)


"La blanca hierba de la noche" no es lectura para los que ignoran la esencia del arte, ni mercancía sucedánea para olvidar la vida. Sólo es una atinada observación de la vida desde el ángulo de un poeta que necesita únicamente un puñado de versos para decir lo que debe ser dicho, como una breve iluminación de la hierba.


Cultura popular y mitos lencas en La Guerra Mortal de los Sentidos de Roberto Castillo
A Helen Umaña

INTRODUCCIÓN


En la La guerra mortal de los sentidos de Roberto Castillo ¿Cuál es la relevancia de la cultura popular? ¿Cómo funcionan los mitos lencas? ¿Cuál es la relevancia de los mitos lencas en el sistema narrativo de la novela? ¿Cómo se interrelacionan los mitos lencas con los mitos de otro origen consignados en la obra? ¿Cuál es la relación entre la estructura de la novela y los mitos de origen lenca? ¿Cuál es el principal mito que acomete el autor en la obra? ¿Están activos los mitos de origen lenca en la obra o se abordan como si hubiesen dejado de funcionar? La respuesta a estas interrogantes nos puede permitir una lectura que el mismo Roberto Castillo hubiera considerado pertinente para la comprensión de La Guerra mortal de los sentidos.

En la actualidad, Roberto Castillo es una de las figuras intelectuales más importantes de la literatura hondureña y centroamericana, no por la fatídica muerte que le sorprendiera en plena facultad de su producción literaria, sino por el ejercicio impresionante que constituyen sus últimos trabajos. La Guerra Mortal de los Sentidos es en este momento quizás la obra más relevante y su estudio es imprescindible para comprender las propuestas contemporáneas de la literatura hondureña. Es una propuesta ambiciosa que intenta llevar al límite las posibilidades de enfrentamiento del autor con su propio contexto cultural, examinándolo profundamente y abstrayéndose de manera simultanea para producir una reflexión sin parangón en la narrativa hondureña. Como se trata de un texto complejo por la variedad de tópicos de carácter antropológico que el autor fusiona para ofrecer un material credible desde el punto de vista científico, nuestra investigación, de igual manera, tratará de hacer un abordaje desde dos campos fusionados, es decir, realizaremos un estudio antropológico y literario. Abordaremos el tema de Los mitos de origen popular en La guerra mortal de los sentidos y nos limitaremos a la selección de los mitos desde una perspectiva antropológica, sin embargo haremos una relación entre dichos mitos y el estudio de la estructura narrativa propuesta por el autor para determinar su importancia semántica dentro de la obra.



Y así mis versos en diversas partes,
mi amor cautivo, la mar de mis tormentos
y la guerra mortal de mis sentidos.
Lope de Vega



Yo también me voy a la mierda.
El hablante lenca



La visión del vacío 


Utilizar la imaginación para situarnos en un tiempo futuro es posible gracias a que, en occidente, hemos construido una arquitectura de nuestro propio imaginario en la que el tiempo tiene un carácter lineal y progresivo. ¿Qué hacemos cuando pensamos el futuro? ¿Nos posicionamos en el fragmento de una línea recta, similar a una recta numérica? ¿Dónde vamos realmente cuando nuestra imaginación se escapa hacia un tiempo que todavía no ha sido? En la Guerra mortal de los sentidos, Roberto Castillo se posiciona en el año 2099 para iniciar el relato de la búsqueda del hablante lenca, personaje principal de la novela, y completar la tarea inconclusa de su bisabuelo. 

Aunque parezca baladí, la escogencia del año 2099 tiene una importancia, si no capital, relevante puesto que el autor escribe su obra en el umbral de un nuevo siglo y logra atrapar nuestra imaginación puesto que al hacer el corte transversal en el calendario, utiliza todo el simbolismo que implica la construcción cronológica de occidente, es decir, sostiene su relato en el mito de la historia, cuyo punto cero en perspectiva es el nacimiento de Cristo. 

La ubicación en el tiempo es de crucial importancia si tomamos en cuenta que en el tiempo de la ficción, el narrador realiza un viaje no sólo geográfico, sino a través del tiempo en busca del hablante lenca, y su rastreo se ubica en un pasado que es nuestro propio presente, es decir, el tiempo real en que Roberto Castillo escribe la novela. 

A este hecho hay que agregar que las preocupaciones del autor indudablemente pasan por las mismas preocupaciones que ha experimentado el hombre que ha vivido en la segunda mitad del Siglo XX, lo que comúnmente conocemos como modernidad social como tendencia general que abarca también la primera década del Siglo XXI y que quizás continuará marcando el tercer milenio. 

Las tendencias de la modernidad en occidente desde el Siglo XIX han estado marcadas por los siguientes factores: a) La explosión demográfica, b) la transformación del trabajo y c) el progreso insospechado de la ciencia y la tecnología. Aunque no es fácil determinar los niveles de interrelación de estos factores, no es difícil considerar que se relacionan recíprocamente para afirmar que el desarrollo y avance científico a partir del siglo XIX, especialmente en el campo de la medicina ha permitido a la humanidad mejorar los niveles de vida y por ende, ser un factor en la explosión demográfica del Siglo XIX y el XX. 

El efecto del crecimiento demográfico se ha visto reducido en los países más desarrollados, especialmente de Europa, no obstante, este crecimiento ha seguido inalterable en los países subdesarrollados o del Tercer Mundo. Los expertos afirman que la población mundial se ha quintuplicado a partir de 1950. Al fenómeno del crecimiento demográfico lo ha acompañado el desarrollo científico y técnico. 

Desde el Psicoanálisis, la Genética, la Física Cuántica, la Lingüística, la Antropología (El Estructuralismo de Claude Levi Strauss), hasta la Biogenética, la nanotecnología, la robótica, la informática y los estudios arqueológicos de Michael Foucault. A finales del Siglo XX el hombre de occidente asiste al derrumbe de sus mayores mitos, particularmente el de la historia. “El crepúsculo de la desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia”, como lo dijera Milan Kundera en La insoportable levedad del ser. La ciencia está en conflicto con los grandes discursos, con los relatos. 

Todo conocimiento ha sido revelado como una fábula. La ciencia se esfuerza por mantener, por legitimar las reglas del juego, proclamando el estatuto de su propia legitimación. Cuando se eleva en su legitimación se convierte en filosofía, en un metarrelato, en una consecuencia inherente de la Condición Postmoderna[1]. El hombre de finales del siglo XX cuestiona su propio saber y a la vez trata de legitimar el gran relato: La verdad. “Nuestra hipótesis es que el saber cambia de estatuto al mismo tiempo que las sociedades entran en la edad llamada postindustrial y las culturas en la edad llamada postmoderna”[2]. 

En todo caso, plantea Michel Foucault, es bien sabido que todos los esfuerzos para pensar de nuevo se toman precisamente de él (del mismo saber del hombre): sea que se trate de atravesar el campo antropológico y, arrancando de él a partir de lo que enuncia, reencontrar una ontología purificada o un pensamiento radical del ser; sea también que, poniendo fuera del circuito, además del psicologismo y del historicismo, todas las formas concretas del prejuicio antropológico, se trate de volver a interrogar a los límites del pensamiento y de reanudar así el proyecto de una crítica general de la razón. 

Quizá habría que ver el primer esfuerzo por lograr este desarraigo de la antropología, al que sin duda está consagrado el pensamiento contemporáneo, en la experiencia de Nietzsche: a través de una crítica filológica, a través de cierta forma de biologismo, Nietzsche encontró de nuevo el punto en el que Dios y el hombre se pertenecen uno a otro, en el que la muerte del segundo es sinónimo de la desaparición del primero y en el que la promesa del superhombre significa primero y antes que nada la inminencia de la muerte del hombre. Con lo cual Nietzsche, al proponernos este futuro a la vez como vencimiento y como tarea, señala el umbral a partir del cual la filosofía contemporánea pudo empezar de nuevo a pensar; continuará sin duda por mucho tiempo dominando su camino. 

Si el descubrimiento del Retorno es muy bien el fin de la filosofía, el fin del hombre es el retorno al comienzo de la filosofía. Actualmente sólo se puede pensar en el vacío del hombre desaparecido. Pues este vacío no profundiza una carencia; no prescribe una laguna que haya que llenar. No es nada más, ni nada menos, que el despliegue de un espacio en el que por fin es posible pensar de nuevo[3]. La pregunta clave, entonces, parte del mismo Kant: ¿Qué es lo que realmente sé? Y en la búsqueda de la respuesta, desde el Siglo XIX, el hombre ha colocado todo su empeño únicamente para encontrarse a sí mismo con su reflexión, con la eterna búsqueda de la respuesta.

En esa búsqueda Nietzsche ha quitado todos los esbrojos no sin dificultades, pero con desenfado. Se vio a sí mismo desarmando su propia razón para quedarse únicamente con los sentidos, con el instinto, con la sensación original de las cosas y el primer impulso encontrado es la sensación cómoda de que no todo es desconocido, aún cuando no se piensa, cuando sólo la sensación, el placer, constituye en ese momento la primera condición de verdad, “reducir algo desconocido a algo conocido alivia, tranquiliza, satisface, proporciona, además, un sentimiento de poder, nos dice en el Ocaso de los Dioses. 

Con lo desconocido vienen dados el peligro, la inquietud, la preocupación, - el primer instinto acude a eliminar esos estados penosos. La visión del vacío es no tener nada para decir, ningún discurso, ningún axioma, ninguna aclaración, nada para enfrentar el devenir. Lo peor es desconocer. Desconocer es temer. Cualquier aclaración es mejor que ninguna[4]. 

Entrado el Siglo XX, una Europa en ruinas se miraba a sí misma en las cenizas de la peor guerra de la historia. Después de la catástrofe concluida en 1914, una avalancha de revoluciones azotó todo el continente. Los años próximos al de 1920 fueron testigos del levantamiento de Espartaco en Berlín y de la huelga general en Viena, del establecimiento del soviet de los trabajadores en Munich y Budapest y de la ocupación en gran escala de las fábricas en Italia. 

Toda esta insurgencia fue violentamente reprimida, pero el orden social del capitalis­mo europeo se estremeció hasta sus raíces por la matanza y destrucción de la guerra y sus turbulentas consecuencias políticas. Las ideologías en las cua­les consuetudinariamente se cimentaba ese orden y los valores ideológicos que lo reglan, también se estremecieron profundamente. La ciencia pareció descender al nivel de un positivismo estéril, de una obsesión miope por la categorización de los hechos. La filosofía se escindió entre el positivismo y un objetivismo indefendible, proliferaron diversas modalidades del relati­vismo y del irracionalismo. Esta desconcertante desorientación se reflejó en el arte. 

En el contexto de la honda crisis ideológica de fecha muy anterior a la Primera Guerra Mundial, Edmund Husserl se propuso desarrollar un sis­tema filosófico que proporcionara certezas absolutas a una civilización que se desintegraba. Se trataba de escoger, escribió Husserl más tarde en La crisis de las ciencias europeas (1935), entre la barbarie irracionalista y el renaci­miento espiritual, a través de una "ciencia del espíritu absolutamente autosuficiente"[5].

Husserl, como su predecesor el filósofo René Descartes, comenzó a bus­car la verdad rechazando provisionalmente lo que él llamaba la “actitud na­tural”, la creencia de sentido común del hombre de la calle en que los objetos existen en el mundo exterior independientemente de nosotros, y de que por lo general merece confianza la información que sobre ellos tenemos. Esta po­sición sencillamente daba por hecho la posibilidad del conocimiento, cuan­do eso era precisamente lo que estaba en duda. Entonces, ¿sobre qué podemos tener ideas claras y ciertas? Aun cuando no podamos estar seguros de la exis­tencia independiente de las cosas, arguye Husserl, si podemos estar seguros de cómo se presentan inmediatamente a la conciencia, lo mismo si el objeto que llega a nuestra experiencia es ilusorio que si no lo es. 

Puede considerarse a los objetos no como cosas en sí mismas sino como cosas propuestas (o pretendidas) por la conciencia. Toda conciencia es conciencia de algo. Al pen­sar me doy cuenta de que mi pensamiento “apunta hacia” algún objeto. El acto de pensar y el objeto del pensamiento se relacionan internamente, el uno depende del otro. Mi conciencia no es meramente un registro pasivo del mundo, sino que lo constituye activamente, lo pretende. Entonces, para llegar a la certeza debemos, en primer lugar, no hacer caso (o “poner en­tre paréntesis”) de cuanto se encuentre más allá de nuestra experiencia inmediata, debemos reducir el mundo exterior únicamente al contenido de nuestra propia conciencia.






Una existencia así, afir­ma Heidegger, consiste ante todo en “un estar siempre” en el mundo, somos seres humanos únicamente porque estamos prácticamente ligados unos a otros y al mundo material, y porque éstas relaciones más que accidentales en nuestra vida son constitutivas de la misma. El mundo no es un objeto ubicado “allá afuera” para ser racionalmente analizado, sobre el fondo de un sujeto contemplativo, no es nunca algo de lo cual podamos salir para colo­carnos enfrente de él. Emergemos como sujetos del interior de una realidad que nunca podemos objetivar completamente, que abarca al “sujeto” y al “objeto", cuyos significados son inagotables y que nos constituyen así como nosotros los constituimos[6]. 

El aporte de la Lingüística en la búsqueda de la respuesta ha sido tan relevante, que se puede decir que ha permitido introducir la mayoría de los conceptos actuales para la interpretación del saber, al punto en que podríamos hablar de la época de la supremacía de la lingüística en el campo del estudio del saber. Desde los Cursos de Lingüística General de Saussure, los estudios del Círculo de Praga, los invaluables aportes de la Fonología de N. Trubetzkoy y los estudios antropológicos de Claude Levi Strauss, se ha venido construyendo una nueva percepción del saber como una forma de narración. 

Se puede decir que todos los observadores, sea cual sea el argumento que proponen para dramatizar y comprender la separación entre este estado consuetudinario del saber y el que le es propio en la edad de las ciencias, se armonizan en un hecho, la preeminencia de la forma narrativa en la formulación del saber tradicional. Unos se ocupan de esta forma en sí misma, otros ven en ella la vestimenta diacrónica de operadores estructurales que según ellos constituyen propiamente el saber que está en juego, otros aún proporcionan una interpretación económica en el sentido freudiano. Aquí no es preciso retener más que el hecho de la forma narrativa[7]. 

El relato es la forma por excelencia de ese saber, y esto en varios sentidos. En primer lugar, esos relatos populares cuentan lo que se pueden llamar formaciones (Bildungen) positivas o negativas, es decir, los éxitos o fracasos que coronan las tentativas del héroe, y esos éxitos o fracasos, o bien dan su legitimidad a instituciones de la sociedad (función de los mitos) o bien representan modelos positivos o negativos (héroes felices o desgraciados) de integración en las instituciones establecidas (leyendas, cuentos). Esos relatos permiten, en consecuencia, por una parte definir los criterios de competencia que son los de la sociedad donde se cuentan, y por otra valorar gracias a esos criterios las actuaciones que se realizan o pueden realizarse con ellos[8]. 

Generalizando y sin intentar palidecer la profunda reflexión de Lyotard, los relatos nos permiten mantener un asidero equivalente al punto de equilibrio de la existencia. Desde la duda Metódica de René Descartes y su “Cógito ergo sun”, que constituye la construcción del discurso como punto de apoyo en la visión de occidente, no ya como una reflexión, sino como una proyección del pensamiento, como una mirada hacia un tiempo lineal infinito, hijo de la razón, pasando por la mirada torva y esquiva de Nietzsche que desdeña toda verdad y duda de la posibilidad de vivir con ella, hasta llegar a Husserl y a Heidegger, no hemos discutido otra cosa que la sospecha de nuestro discurso, su imposibilidad de verdad, su agotamiento, su síntoma de degeneración, o quizás, como lo plantea Michel Foucault, la posibilidad de su remosamiento. 

¿Qué es lo que sé? No sé lo que veo, no sé nada de las cosas sino por lo que me han dicho de ellas, de modo que no sé por mí mismo de las cosas, sino por mediación de un discurso. El pensamiento es el palimpsesto en el que se reescribe el conocimiento, pero el saber del hombre es su reinterpretación del mundo. Sólo lo que se comprende más allá del discurso heredado puede llamarse saber. 

En occidente, la duda respecto de la posibilidad de verdad, del saber, del conocimiento, parte de la crítica y deslegitimación a que es sometido el discurso rector. La única posibilidad es la discusión sobre la posibilidad de saber. No obstante, la mirada retrospectiva y la añoranza respecto de la firmeza del saber antiguo de occidente sigue constituyendo el punto de partida, la promesa de otro discurso que nace de la honestidad con que los hombres se miran a sí mismos en su soledad infinita, en la finita soledad de su conocimiento. 

La visión del vacío, en occidente, es lo que nos distingue, como época, por la madurez con que hemos aprendido a vernos frente a otras culturas que permanecen arraigadas a su cosmovisión tradicional. Estamos solos y ninguna verdad tenemos más que un puñado de palabras para volver a construir un universo hecho de imágenes que todavía no existen. Por eso queremos hacer hablar a las cosas que nos rodean o al menos tratamos de escuchar que es lo que dicen en su lenguaje perdido. 


El lugar del mito


La falta de asidero caracteriza a nuestra época, o al menos la falta de percepción de un puerto seguro para levantar nuevamente el edificio de un saber cifrado en las premisas de occidente. Esta ausencia de fundamento que caracteriza a la modernidad produce una búsqueda de los valores en la tradición otra, es decir, una legitimación en otro origen que no es el rastro de la historia, ya que la historia es un camino equivocado cuando los valores no encuentran su legitimación y cuando el presente se configura, precisamente, como el fin de la historia que es el fin del presente. Pero la historia tampoco puede ser abolida porque sí ya que fundamenta lo existente y fundamenta una percepción progresista para la que aún queda futuro. ¿Qué es el futuro sino un rasgo del discurso de occidente, una porción de ese saber para el que la existencia es un movimiento continuo, un perpetuo devenir? 

La fuerza de la historia es la que valora lo que ya ha sido y exige una búsqueda del otro origen, no el de la razón, sino el de la otra tradición, la tradición mítica. Es la vuelta de la mirada hacia lo que la visión de occidente había desdeñado como formas de conocimientos arcaicos o peyorativamente primitivos, el sentido del error al contemplar las percepciones mágicas que han ido desapareciendo ante una presencia opresiva de la visión occidental. La paradoja de añorar un espíritu muerto con los ojos de otro espíritu condenado a muerte. 

Nuevamente la certeza de lo pasajero, de lo efímero, del tiempo que ya no puede sostenerse en nada. Pero esta sensación de desasosiego en la que titubean los grandes conceptos en que se sostiene la visión de occidente únicamente indica que vivimos en una especie de segundo renacimiento, la deslegitimación de nuestra percepción (Lyotard) es la refundación de nuestra cultura. Similar a la Edad Media en la que la percepción del mito arcaico era planteada como “invención”, “fábula”, “ficción”, deslegitimando la percepción de las antiguas sociedades grecolatinas, para las que el mito constituía una “historia sagrada, significativa y ejemplar”. 

La deslegitimación del mito como forma de “saber” se correspondía directamente con el desarrollo de una percepción sostenida en la razón lógica y en el cristianismo[9]. Un nuevo discurso dejaba soterrado a los mitos y los mandaba al cajón de las antigüedades como vetustos trozos de superchería inservible. Aunque, desde hace más de medio siglo, los estudiosos occidentales han situado el estudio del mito en la acepción usual del término, es decir, en cuanto «fábula», «invención», «ficción», le han aceptado tal como le comprendían las sociedades arcaicas, en las que el mito designa, por el contrario, una «historia verdadera», y lo que es más, una historia de inapreciable valor, porque es sagrada, ejemplar y significativa. Pero este nuevo valor semántico acordado al vocablo «mito» hace su empleo en el lenguaje corriente harto equívoco. En efecto, esta palabra se utiliza hoy tanto en el sentido de «ficción» o de «ilusión» como en el sentido, familiar especialmente a los etnólogos, a los sociólogos y a los historiadores de las religiones, de «tradición sagrada, revelación primordial, modelo ejemplar»[10].

Opuesto al logos griego y posteriormente a la historia, el mito poco a poco fue vaciado de su valor religioso y metafísico y terminó por convertirse en “todo aquello que no puede existir en la realidad” y los judeocristianos lo condenaron a quedar guardado en el dominio de lo falso, de la mentira, de la ilusión inútil. Y quizás esta sea la acepción más comúnmente difundida y activa, pero no nos interesa utilizarla en este estudio en tal acepción, sino en la acepción de organismo cultural vivo que proporciona sentido al grupo humano que lo mantiene brindándole significación a su existencia; es decir, el mito como valor activo de una cultura. Comprender la función del mito como organismo vivo en las sociedades cuya tradición está generando un sentido a las personas. 

Distintas clases de mitosS[11]
La mayor parte los mitos pueden ser clasificados, y los más importantes de ellos pueden ser agrupados bajo uno de los siguientes títulos:

Mitos de la creación (creación de la Tierra y del hombre). Mitos del origen del hombre. Mitos de la inundación. Mitos de un lugar de recompensa. Mitos de un lugar de castigo. Mitos del Sol. Mitos de la Luna. Mitos de los héroes. Mitos de las bestias. Mitos que explican costumbres o ritos. Mitos de viajes o aventuras a través del Mundo Subterráneo o lugar de los muertos.

Mitos relacionados con el nacimiento de los dioses.
Mitos del fuego.
Mitos de las estrellas.
Mitos de la muerte.
Fórmula del alimento de los muertos.
Mitos que se ocupan del tabú.
Mitos de «desmembramiento» (en que un dios es desmembrado).
Mitos dualísticos (el dios bueno que vence al malo). Mitos del origen de las artes de la vida. Mitos del alma.

Los mitos del fuego

Los mitos del fuego son de dos tipos: aquellos que relatan la destrucción del mundo por el fuego y aquellos que cuentan cómo el fuego fue robado del cielo por un semidiós, héroe o pájaro so­brenatural u otro animal. Es sorprendente que una gran proporción de los del primer tipo provengan del continente americano. 

En el viejo mundo tenemos la idea judía de una conflagración universal del «último día» (no desconocida para el infantilismo de la genera­ción presente), los escandinavos creen que el fuego debía terminar con los cielos y con la Tierra, y (de acuerdo con Séneca) la idea romana de que alguna desgracia alcanzaría finalmente al mundo de los hombres y de las cosas; pero es a América a donde debemos ir para encontrar mitos realmente asombrosos y pintorescos de la destrucción total o parcial de la Tierra por el fuego. De este modo, los arawak de la Guayana cuentan de un temible azote de fuego enviado sobre ellos por el Gran Espíritu Aimon Kondi, del cual los supervivientes escaparon refugiándose en cavernas subterráneas. 

Monan, el creador de los indios brasileños, enfadado con la huma­nidad, resolvió destruir el mundo con fuego, y hubiera tenido éxito si Irin Magé, un astuto hechicero, no hubiese extinguido las llamas con una fuerte tormenta. Los aztecas al final de cada ciclo de cin­cuenta y dos años vivían con el temor de que hubiese llegado fi­nalmente el período de la destrucción de la Tierra por el fuego, y los peruanos creían que después de un eclipse el mundo sería en­vuelto en llamas devoradoras. En Norteamérica los indios algonquinos creen que el último día Michabo estampará su pie sobre la Tierra y surgirán llamas y la devorarán. Una creencia similar man­tenían los indios pueblo y los antiguos mayas de América Central.

Los mitos de robo de fuego

Otra clase de mitos del fuego son aquellos en los que un ser sobrenatural, generalmente un pájaro, roba fuego del cielo y lo trae a la Tierra para beneficio de la humanidad. El ejemplo mejor co­nocido de este tipo de mito es el que relata cómo Prometeo trajo el fuego del Olimpo en una caña hueca o tubo. Este mito es casi universal, ver la tabla comparativa al final de este apartado.

Los mitos de las estrellas


Los numerosos mitos de las estrellas, cuyo carácter general es de tipo bastante uniforme en todo el mundo, tratan más de estrellas aisladas que de grupos de estrellas. Como el cielo es teatro original de la creación y tierra de los ancestros a la cual regresan los espíri­tus de los antepasados, como estrellas, las constelaciones son, por así decirlo, la ilustración de la leyenda cosmogónica, las imágenes de los objetos, los animales, las personas, que aparecen allí. Otras constelaciones se conciben por ser percibida rápidamente su seme­janza a objetos y personas, y se inventa un mito para explicarlas. 

La concepción y el significado de esas descripciones son natural­mente muy variados en cada raza, pero por otra parte muy simila­res donde formas características y grupos de constelaciones deben sugerir las mismas o similares ideas a observadores independien­tes. Las constelaciones que pertenecen a esta clase son, por ejemplo, Orión, la Cruz, las Pléyades, la Osa Mayor y la Vía Láctea. 

La concepción de las Pléyades como montones de grano, multitud de pequeños animales, pájaros, abejas, niños o grupos de personas ju­gando, es universal. Pero en ningún sitio son los mitos de las estre­llas tan originales o asombrosos como en Sudamérica, y dado que las leyendas de las constelaciones de ese subcontinente son poco conocidas, suministraremos al lector cierta información acerca de ellas, prefiriéndolas a los cuentos de estrellas de Europa y Asia, los cuales están más trillados. 

Las Pléyades son, de esta forma, trigo para los bakairi, papagayos enanos entre los moxos y los karayas, enjambres de abejas entre los tupi y otras tribus. Sólo entre los makusi en el Sur se encuentra un paralelo con el mito norteamericano ampliamente difundido que supone que las Pléyades son niños lle­vados al cielo mientras jugaban en un baile. La Cruz del Sur es tra­tada de formas muy variadas. La idea de que es la huella de un emú parece estar limitada a Sudamérica, pero está difundida muy ampliamente allí, por ejemplo entre los bororos y karayas, habitan­tes de las regiones esteparias. 

Como las cuatro estrellas sobresa­lientes de la Cruz están en la Vía Láctea, se puede identificar al ja­guar de los cuatro ojos que en el mito yurakare escapa de la venganza del héroe Tin, y, llamando a la Luna, es elevado al cielo. La Vía Láctea, como la aparición más destacada en la oscuridad de los cielos en la noche, recibe una atención universal, pero ha dado lugar a las tradiciones más diversas. Como los bosquimanos y otros africanos, los bororos y los karayas creen que la Vía Láctea es un rastro. Éste, como el rastro del guanaco de los patagones, se parece al «Sendero de los Dioses» de los romanos, el rastro de pá­jaro de los estonios y la «escala de Jacob» de la iglesia medieval, mientras que algunas de las comarcas bolivianas parecen conside­rar la Vía Láctea como un sendero de almas. Su concepción como río o lago no ha sido localizada en Sudamérica. 

Por otra parte, pa­rece que su peculiar forma de rama determinó que fuera compa­rada con un árbol, y esta creencia encuentra expresión en la le­yenda arawak del árbol del mundo de Akawiro, que no sólo sostenía todas las frutas y plantas conocidas, sino a todos los seres orgánicos. Entre los caribes centrales del Bakairi es un tallo de árbol hueco, como el que ellos utilizan como tambor, esparciéndose sus raíces hacia el sur y separadas unas de otras. En su vecindad fueron realizados los primeros actos de los míticos mellizos héroes Keri y Kame, y los caribes aún en la actualidad deben ver anima­les vivientes que originalmente salieron de su tronco.


La forma de Orión, claramente definida y marcadamente limi­tada, es comparada por los indios con objetos familiares de forma romboidal, o animales de forma similar. Los bakairis ven en esta constelación un montón seco de mandioca; los karayas, un escara­bajo; los ipurinas, una tortuga, etcétera. En los mitos aparece pri­mero en relación con los grupos de estrellas vecinos de las Pléya­des y Hyades (Aldebarán). Entonces para los indios se vuelve un cazador caballeresco que sigue a una hembra, nuestras Pléyades, como Orión en las leyendas griegas persigue a las hijas de Pleion, de quienes se había enamorado, hasta que son transformadas por Zeus en una multitud de palomas. De esta forma en la leyenda de los caribes de Guayana el cazador Seriko persigue a su esposa in­fiel Wailya, quien había sido apartada de él por el Tapir (el grupo de Hyades).

La relación de esposa que tienen las Pléyades con el Orion in­dio también se encuentra en Seuci (Tupi), Ceiguce (Amazonia), aunque no puede decirse que la idea sólo puede ser atribuida a los tupi. El mito cuenta cómo una niña de la familia de la raza uaupe (Tariana o Temiana) huye de su pueblo para escapar de la costum­bre local de matrimonio y entra en la casa de un jefe yacami, que la tomó por esposa. Ella pone dos huevos, de los cuales son empo­llados un niño y una niña, ambos adornados con estrellas. La niña, cubierta por siete estrellas, es Seuci; el niño, Piñón, ceñido con una estrella serpiente, y tal vez el cinturón de Orion. Los niños vuelven a casa con su madre, donde el niño consigue reconocimiento pro­duciendo prodigios, tal como el lanzamiento de piedras gigantes.

Los mitos de la muerte y el tabú


Los mitos de la muerte son obviamente etiológicos —es decir, hechos ad hoc, para explicar la muerte, considerada normalmente por los pueblos primitivos como un evento antinatural, debida a la violación de un tabú o el descuido de cierto acto ritual—. Entonces la muerte era puesta en libertad sobre el mundo mediante la viola­ción del tabú o prohibición que había sido impuesta sobre la viola­ción de la caja de Pandora. El mito de la manzana de Adán y Eva tiene evidencias similares de la idea de tabú. Un mito australiano cuenta cómo una mujer se acerca a un árbol prohibido y así en­cuentra su destino. 

Varios mitos cuentan cómo la muerte llegó al mundo por medio de la Noche —obviamente una conexión de la mortalidad con el fenómeno del sueño—. Así un mito polinesio, cuenta cómo Maní trató de pasar a través de la Noche, pero un pe­queño pájaro cantó y despertó al monstruo de la noche, quien se comió a Maní. En la India austral se cree que «la serpiente de la muerte muerde mientras Dios duerme». Una historia de África central cuenta que cuando el sueño no era conocido en el mundo una mujer ofreció enseñar a un hombre cómo dormir. Ella apretó las narices de su víctima tan fuerte que él no pudo respirar y murió. Los mitos importantes del tabú no son tan numerosos como se puede suponer. 

Tal vez el principal es un cuento de Cupido y Psi­que. En su última forma a la novia le fue prohibido mirar a su ma­rido, pero su curiosidad superó a su miedo y miró su cara, con te­rribles resultados. El mito es, por supuesto, el legado de una época en que era un tabú que por un tiempo después de su boda una mu­jer mirara a su esposo, del mismo modo que lo es ahora entre cier­tos pueblos africanos, siendo las «razones» neutralizar los peligros que se supone acompañaban al estado matrimonial. De este mismo tipo es el tabú del nombre, encontrado en el cuento de Lohengrin, a cuya esposa recién casada no se le permite preguntar el nombre y rango de su señor y dueño, siendo la razón que el nombre real, como el alma, es parte de la personalidad de cada uno y que es pe­ligroso para cualquier otra persona conocerlo, siendo empleado co­múnmente un seudonombre entre muchas razas salvajes. 

Así, si los nombres de ciertos seres sobrenaturales de disposición malvada son conocidos y pronunciados sus poderes desaparecen, como en la bien conocida historia de Tom-tit-tot y Rumplestiltskin.

Los mitos de desmembramiento


Se ha pensado que los mitos de desmembramiento, tales como los de Osiris, Dionisio y Deméter, el Lox algonquino y el Tangoroa polinesio, tienen su origen en una costumbre primitiva, el des­membramiento de una víctima, que estaba enterrada en las tierras de cultivo y que se suponía renovaba su vida en la cosecha que se­guía a su entierro. Se considera que una práctica como tal dio lugar al mito de Osiris en Egipto y se volvió simbólica de la resurrec­ción. La práctica probablemente está relacionada de cierta manera con la costumbre salvaje casi universal de preservar los huesos del muerto para el dueño, quien después de cierto período deseará re­clamarlos.


El dualismo


El dualismo es la creencia en deidades opuestas buenas y mal­vadas, y se encuentra asociada a: (1) pueblos que han avanzado mucho en la senda del pensamiento teológico y el progreso; (2) ra­zas cuyas creencias originales han sido sofisticadas por las de pue­blos más civilizados. Un buen ejemplo de lo primero es el mito persa ampliamente conocido de Ormuzd y Ahriman. El segundo tipo es ilustrado mediante el mito de Losheka y Tawiscara, ya alu­dido al tratar los mitos sofisticados.

ELEMENTOS DEL UNIVERSO MÍTICO DE LOS LENCAS DE HONDURAS[12]

En los siguientes relatos se pueden apreciar directa o indirectamente, los elementos constitutivos de su cosmovisión.

Origen de plantas y animales:

El Cacalote como descubridor del maíz. Esta ave fue la que salió en busca de la primera mazorquita de maíz, la encontró y la trajo. El Cacalotes es un ave negra parecida al zopilote (casi extinta), tiene la costumbre de sustraer maíz de los bultos cuando se está cosechando y se las lleva para las cuevas; cuando el maíz escasea, las saca para comer.

El cusuco y el tacuacín como descubridores de las nubes. Cuando estaban escarbando se encontraron por casualidad con unas tinajas en las que estaban encerradas las nubes; quebraron las tinajas de barro y se apropiaron de las nubes. Los ángeles se dieron cuanta de lo que habían hecho y se las quitaron.

Los ángeles constituyen un complejo de divinidades, las cuales tienen asignadas diferentes funciones, como son: traer la lluvia, los vientos, la fertilidad de la tierra, los males, etc. Manifiestan su presencia a los humanos a través de rayos (ángeles); cuando caen sobre algún árbol, los habitantes próximos o propietarios del predio deben practicar una ceremonia de compostura con el fin de conciliar las relaciones con estos seres sobrenaturales. Son capaces de provocar verdaderos desastres familiares, catástrofes personales y comunitarias por lo que hay que aplacarlos con rituales en su honor. 

Las Chalchiguas. Son piedras verdes talladas (jadeíta) que producían suerte. Cuando llegaron los españoles, la gente empezó a creer en Santiago y las Chalchiguas dejaron de producir suerte. Los indios las enterraron bien profundo y van a salir hasta que la gente deje de creer en Santiago (deje el catolicismo). 

Los Naguales o espíritus protectores constituyen un complejo de relaciones establecidas entre el hombre y los animales protectores. Cada individuo nace con un nagual predestinado y su vida está íntimamente relacionada con la del nagual.

Los dueños de los cerros. Todos los cerros tienen un amo o señor, es a ellos a quienes se les agradece o se les paga por los materiales que se extraen, los animales que ahí se cazan o por el daño que se ocasiona en las diferentes labores de cultivo. En honor a ellos se realizan las composturas.

Las lagunas y cerros encantados. Algunos fenómenos naturales han impresionado la mentalidad indígena, por lo que atribuyen características sobrenaturales a ciertos sitios, por ejemplo, las altas precipitaciones provocan enormes proliferaciones de hongos fosforescentes; por las noches los troncos de los árboles emiten luz, la cual se refleja sobre las fuentes de agua, ocasionando espacios iluminados.

Los Gigantes. Son seres de tamaño descomunal procedentes de los cerros de El Salvador como de Honduras; se introducen a los poblados con el propósito de clausurar o destruir los templos construidos por el conquistador español. 

Los Sisimites. Se les considera como un animal grande, bien cubierto de pelos, que camina con la punta de los pies hacia atrás. Por eso, cuando se encuentran sus huellas, sobre el lodo o el polvo, se le puede seguir la pista, si se le busca en sentido contrario a la dirección que indica la punta de sus pies. Mitad animal y mitad humano. Secuestran mujeres y las llevan a sus cuevas. 

Los Eguegan o Seguegan. Hombres pequeñitos que usaban sombreros de cera, considerados como expertos en la elaboración de piezas de alfarería. No podían salir al sol, pero en uno de sus intentos por llegar hasta él, en el camino se les derritieron los sombreros y la cera los cubrió; perdieron la vida con la vista vendada por la cera derretida.

El Duende. El Duende, como un espíritu de los cerros, es compartido por la población ladina. Engarza muy bien dentro del universo mítico de los lencas. 

San Desiderio. Se le conoce con el nombre de El Choco porque dicen que le falta un ojo. Es un personaje cristiano-pagano que durante los ritos de la compostura representa el papel del ángel del mal, para el cual se prepara una cruz rústica, con palos rollizos.

LA PROFUNDIDAD DEL MITO

En términos generales, en nuestros días los mitos antiguos realmente son desconocidos. A penas se esbozan los grandes mitos como lejanas estructuras fantásticas como si nunca tuvieron validez. Por otra parte, los portadores de los mitos antiguos ya no existen, ya no hay representantes vivos de los mitos, y se les recrea con dificultad en la poesía de corte simbolista. A pesar de no haber muerto del todo y haber perneado la cultura occidental hasta nuestro tiempo, son un bien cultural en desuso. 

Paradójicamente, los mitos contemporáneos más resistentes son aquellos que lograron mimetizarse o fundirse con el logos constituyéndolo y afectando de manera directa toda la percepción occidental. Siguiendo a Roland Barthes, el mito está en el habla no como un decir, sino como un sistema de comunicación, como un discurso fundamental que cruza toda nuestra cultura, es decir, el mito es algo más que el concepto de un relato sobre personajes fantásticos. Es una forma de percibir el mundo, un decir que es un conocer a pesar de los límites que dentro de su propia forma se impone para su continuidad. 

Si nos atenemos a los conceptos fundamentales de la lingüística, el mito es un habla, una significación que subyace en la misma estructura del pensamiento. No se puede discriminar fácilmente o delimitar los rasgos particulares de una estructura mítica si constituyen una misma esencia con el habla, es decir que cualquier estructura del habla que contenga un mensaje o sea parte del discurso en el que se sostiene la percepción del mundo puede ser mito. 

El mito no se define por el objeto de su men­saje sino por la forma en que se lo profiere: sus límites son formales, no sustanciales. ¿Entonces, todo puede ser un mito?[13] Cada objeto del mundo puede pasar de una existencia cerrada, muda, a un estado oral, abierto a la apropiación de la sociedad, pues nin­guna ley, natural o no, impide hablar de las cosas. Por supuesto no todo ocurre en el mismo momento: algunos objetos se convierten en presa de la palabra mítica durante un tiempo, luego desaparecen y otros ocupan su lugar, acceden al mito. 


¿No existen objetos fatalmente sugestivos, como decía Baudelaire refirién­dose a la mujer? No, no lo creo. Se pueden concebir mitos muy antiguos, pero no hay mitos eternos. Puesto que la historia humana es la que hace pasar lo real al estado de habla, sólo ella regula la vida y la muerte del lenguaje mítico. Lejana ó" no, la mitología sólo puede tener fundamento histórico, pues el mito es un habla elegida por la historia: no surge de la "natura­leza" de las cosas.

Este habla es un mensaje y, por lo tanto, no nece­sariamente debe ser oral; puede estar formada de escri­turas y representaciones: el discurso escrito, así como la fotografía, el cine, el reportaje, el deporte, los espec­táculos, la publicidad, todo puede servir de soporte para el habla mítica. El mito no puede definirse ni por su objeto ni por su materia, puesto que cualquier materia puede ser dotada arbitrariamente de significación: la flecha que se entrega para significar un desafío es tam­bién un habla.[14]

Todo lo que el discurso constituye se tamiza de una mitología imperante. La idea de lo superficial y la idea de lo profundo, lo que la “ciencia” resuelve trazando rasgos y caracteres de las cosas tributa en las raíces profundas del mito. No existe un rincón donde no esté presente. Todo símbolo, signo o señal tributa del mito. El sentido del saber y lo que se ignora, las cualidades y los defectos de las cosas, la publicidad, el periodismo, la medicina, la química, la física, todo cuanto depende de la visión que integra “el conocimiento” está delimitado por la justificación mítica occidental. La tradición y aquello que tiende a su ruptura, el sentido del progreso y la idea del apocalipsis, la razón y la aspiración a la libertad, las creencias y las ideas, la percepción de las cosas, los actos de los hombres; todo constituye el mito del discurso en el que nos encontramos inmersos. 

TRASCENDENCIA DEL SIGNO COMO PREOCUPACIÓN EN LA GUERRA MORTAL DE LOS SENTIDOS DE ROBERTO CASTILLO

¿Qué es una ciudad, un pueblo, una aldea, un caserío? Cada poema, cuento o novela siempre son una fracción de la vida de una ciudad, de un pueblo o una aldea. Hay momentos en que un hombre reconstruye un espacio narrativo porque en realidad pretende recuperar un espacio físico real, pero perdido. Entonces ese espacio perdido cobra vida en la obra bajo la forma de un signo, del signo de sí mismo. 

Quizás vivimos un momento especial en la vida de las colectividades y nos esforzamos por dejar plasmada nuestra sensación nostálgica y nuestra intención de construir esos fragmentos que sabemos constituyen la vida. La Guerra mortal de los sentidos es un acercamiento a la vida muerta de una comunidad de raigambre indígena en Honduras. 

Es una aproximación al código simbólico del pueblo lenca, al sueño que se pierde en las tierras de los departamentos de Lempira, Intibucá, Santa Bárbara, Copán, Cortés, Comayagua, Valle, Francisco Morazán y La Paz. Una lectura analítica del título del libro nos permitiría acercarnos al criterio fundamental de la obra. ¿En relación a qué están en guerra mortal los sentidos? Si hay una guerra en la que los sentidos son un bando ¿Cuál es el otro bando? ¿Se trata de la muerte de los sentidos? ¿Son los sentidos los que agonizan y su guerra es contra la muerte? ¿Algo más allá de los sentidos muere y con ello también mueren los sentidos? En todo caso el contenido del título es la muerte ¿de quién? De una cultura que se disuelve paulatinamente y se transmuta perdiendo sus rasgos esenciales, el habla. 

Podríamos decir con certeza que no se trata de la muerte sino de un estado de crisis de una cultura, de un pueblo cuyos sentidos perciben cada vez más débiles las pulsaciones de su vida. La lengua lenca es una lengua muerta, caída en desuso a finales del siglo XIX. Se trata de una lengua con sus variantes dialectales (care, cerquín, potón, taulepa y pupuluca) reconocidas con el término lenca después de que Squier lo utilizara a partir de 1855[15]. 


El lenca desarrolló una estratagema de conservación a través de personas mayores que tenían el manejo de un pequeño número de palabras, diccionarios vivientes, ladinizados, que cortaron de manera natural la transmisión de la lengua a las generaciones jóvenes. La pérdida del habla para la cultura lenca implica la muerte de uno de los planos más importantes que somete a un conflictivo deterioro quizás imposible de retener o reparar. Sin embargo es necesario puntualizar que no se trata de una “muerte natural”. 

La destrucción paulatina de las étnias y el entorno natural en Honduras y Centroamérica, su estado de resistencia y vulnerabilidad, su fragilidad como sistemas culturales enfrentados al poderío dominante de la “cultura oficial”, a la avanzada tecnológica que va ladinizando a las poblaciones produciendo perjuicios eslabonados, deteriorando y paralizando los principales dispositivos culturales autóctonos; en fin, la certeza de la muerte de la lengua lenca y sus variantes dialectales constituye la evidencia del avasallamiento desmedido, las secuelas destructoras de la conquista. 

A la destrucción de las culturas autóctonas de América Central hay que oponerle la otra cara para completar el signo destructivo: La destrucción del entorno natural de los pueblos. La imagen de los pequeños pueblos que fueron la promesa de una ciudad; la pequeña ciudad invadida, la ciudad cercada, clausurada, que poco a poco va desapareciendo, fragmentándose; la ciudad que se busca en el último de sus hijos, la ciudad separada, distinta, la ciudad que se disuelve en el polvo. La pequeña aldea que desapareció ante los ojos del mundo, el caserío irrecuperable, la canción de cuna, el poema, el nombre de los animales, la palabra del profeta, la catástrofe aceptada, el apocalipsis inadvertido. 

Roberto Castillo observa como un sensible catador de su propia tierra todos los elementos presentes en la cultura lenca, pero no manifiesta intención analítica, ni le interesa descubrir ninguna causa social o política en el desvanecimiento del mundo lenca, a pesar de dejar a los personajes la libertad de mostrar conceptos en los que se puede reconocer a Lyotard, Foucault, Habermas, en un juego de intertextualidad que supera la intención de estudio analítico. Al igual que Lope de Vega y Carpio en el poema que da título a la novela, Roberto Castillo percibe la devastación del pueblo lenca, sus rastros y despojos, pero no produce ni una elegía ni una apología, ni intenta ver más allá de las razones de sus personajes. 

La observación semiótica de Roberto Castillo eleva la cultura lenca a la categoría de un signo de la catástrofe. No obstante, en la valoración de este signo recoge la variedad de matices con los que se tamizan todas sus vivencias: Recuerdos, mitos perdidos, deseos, códigos de una lengua muerta, lugares, paisajes, panoramas, trueque de ideas, préstamos de esperanzas, entrecruzamientos de la desesperación; en fin, un conjunto de tantas cosas que se funden en su intencionalidad de recoger el todo en una metáfora que se concretiza en la palabra “lenca”. 

El libro se abre con una imagen del tiempo, bajo la mirada de un explorador que viaja sobre un territorio que se desvanece y se sostiene en la expectativa de un último hablante de la lengua lenca. La cultura lenca, su lengua y el último hablante llegan por el artificio del autor a convertirse en el signo de lo que perece. Sin embargo, esta búsqueda trasciende la preocupación de un autor hondureño y se instala en la preocupación de autores como Ítalo Calvino, con sus Ciudades invisibles, Ricardo Piglia con La ciudad ausente, Jorge Luis Borges con El Aleph, Kafka en El mensaje del emperador, Cervantes con Don Quijote, Gabriel García Márquez con Cien años de soledad; es decir, creadores de un espacio mítico y un viaje tras la búsqueda de una verdad que se encuentra en la obra misma que construyen. 

Los creadores de espacios imaginarios, como Roberto Castillo, no pretenden rescatar un espacio muerto, sino fundar un territorio similar en la literatura. El mundo lenca ha sido creado a partir de La guerra mortal de los sentidos como un signo cargado de significaciones de agonía, desolación, esperanza y sentido. Los valores que respiran en ella como el guancasco y el mismo hablante lenca, se constituyen en variantes de las intencionalidades del autor de revivir los mismos códigos con que estos afectaron a los lencas que perdieron su lengua.

Quizás en esta parte de la intencionalidad de Roberto Castillo radica la justificación de su obra y su propósito. Roberto Castillo comprendió que la ruina del mundo lenca es inevitable, pero como signo constituye una propuesta vigente para paliar la indefectible marcha hacia la ruina del mundo occidental. El buscador y el hablante son el mismo, viven en un espacio mítico, El Gual, El Reguero, el mundo lenca, y continúan su existencia en un mundo que desaparece a cada instante, debajo de la pluma o la lectura del último hablante lenca.


ESTRUCTURA NARRATIVA EN LA GUERRA MORTAL DE LOS SENTIDOS

Antes de establecer la estructura narrativa de La Guerra mortal de los sentidos hay que considerar que la literatura es un territorio único que siempre se refiere a sí mismo y no a otra cosa. Que probablemente se relacione con otros campos como la historia, la antropología, la semántica, la lingüística, etc., pero ninguna relación puede establecer que el contenido de una obra no se encuentra encerrado en las palabras que la contienen y no en otro sitio. Todo escrito, todo relato se limita a sus signos. No se puede deducir de un texto más allá de sus propios códigos. Las motivaciones del hombre, sus vivencias particulares pueden constituir la base para la construcción de un texto literario, pero una vez constituido este, no podemos explicarlo por la experiencia a que hace referencia. 

Los textos no son la repetición de la experiencia de los hombres, son signos organizados artísticamente para remitir a sí mismos. Los textos literarios, los relatos, no son sino su propia realidad, tratan de lo que dicen sus signos. Para conocerlo hay que referirse a ellos, conocer su organización interna, su jerarquización, sus interrelaciones y la manera en que se combinan para producir unidades mayores.

La Guerra mortal de los sentidos está organizada como un conjunto de 29 capítulos, los que a su vez están compuestos por otras unidades de textos entre los que se observan distintas voces que aparecen de manera muy particular para establecer los rasgos de los personajes. Estas voces, estos personajes se intercalan, se turnan, se alternan y van construyendo un tejido dinámico que permite un ritmo especial y un ejercicio de atención permanente del lector. La atención general se centra en el Hablante Lenca que funciona en la novela como un propulsor indispensable de la narración. La posibilidad de su existencia implica en la propuesta la enorme expectativa de encontrar la lengua lenca misma, núcleo de la cultura, de todo el sistema en el que se ambienta la novela misma.

Un mítico hondureño, el último hablante lenca, depositario de una de las lenguas más misteriosas de Centro América, la lengua lenca, ha sido ubicado por un lingüista español en las fantásticas tierras del Gual, en el occidente de Honduras. Monteverde ha llegado a Honduras procedente de España con el propósito de trabajar en la Universidad Nacional impartiendo unas clases de Lingüística. Desde que desembarca y llega a la ciudad de Tegucigalpa, observa que el habla de los habitantes conserva remanentes de una lengua que se sabe perdida, la lengua lenca. A partir de esa experiencia decide buscar al Hablante Lenca. Dedica todo su tiempo a dar con el paradero del último hombre que conservaba la lengua lenca y que la utilizaba aún para comunicarse; entrevista a 29 informantes quienes hablan de su existencia y de su conocimiento.


Muchos años después, su descendiente (bisnieto) Illán Monteverde, en el año 2099 encuentra sus notas y se entrega a la aventura de concluir la tarea de su bisabuelo para recuperar la lengua perdida. Illán Monteverde utiliza el género de la novela para recrear la investigación y escribe esta novela La Guerra mortal de los sentidos. La novela es un género caído también en desuso. En la trama, Illán Monteverde trata de reorganizar las notas de su bisabuelo, sus peripecias tras la búsqueda del Hablante Lenca, y las claves que los “informantes” le han ido facilitando. El Hablante Lenca se va dibujando como un prototipo del héroe indígena, cargado de valores y virtudes mediante las voces de los informantes, en medio del ambiente fascinante de una población que linda en la fantasía, la magia y la locura. Personajes como Don Juan Diego Eleudómino de la Luz Morales, Chorro de Humo, un cipote pícaro e inocente, Chema Bambita, comedor de Marquezote empapado en molonca, una bebida bruja, la Perena, la Múrmura, mujeres entregadas al placer sexual sin aspavientos ni recato, la masa popular en frenesí contemplando la parodia del máximo cacique Lempira. Chema Bambita “hombre honrado y agrimensor real”, nacido a finales del siglo XVIII, perteneciente a una familia adinerada con fuertes raíces españolas, comienza su extraordinaria vida, alimentándose desde niño con molonca (aguardiente de origen indígena), elemento que aparentemente le hizo identificarse con la cultura indígena, a la cual apoyaría durante toda su vida, a tal grado de ser denostado y marginado por los criollos y gachupines, antes y después de la independencia. Desde niño, Chema demuestra poseer una gran inteligencia, por tal razón su familia organiza su educación de acuerdo a esa condición de niño prodigio. En todas las artes en las que participa sobresale por sus dotes “sobrenaturales”. Igualmente logra conocer y hacer suyo todos los secretos de la cultura ancestral, incluyendo la “rebelión de los objetos”. Por esa rara virtud (de conocer los secretos de la naturaleza), viniendo de un “español”, se le llega a vincular con los Sisimites, seres míticos que por su fisonomía y personalidad extraña, están vinculados a lo satánico. Al final de su larga y azarosa vida, decide heredar una parte de su fortuna a los indígenas con quienes vivió toda su vida, el dinero en moneda y otros bienes los manda a enterrar. Al mismo tiempo lanza una maldición a todos aquellos que incumplan su última voluntad.

Entre las piezas y entrevistas de los informantes se va construyendo el mundo de una cultura lenca que gravita en medio de una ciudad de vestigios coloniales y fuerte presencia indígena. Voces que recuerdan la presencia española y la irrupción espasmódica de la lengua muerta. Al final Chorro de Humo se transmuta en un personaje similar a Illán Monteverde…y sigue escribiendo.

La trama de la novela se percibe con un alto grado de complejidad porque diferentes planos y tiempos narrativos se entrecruzan de manera poco convencional, pero gradualmente, en el ritmo que sugiere el autor, cada una de las piezas empiezan a funcionar como distintos planos temporales que permiten una inteligente sensación lúdica. Sin desacreditar el trabajo de su bisabuelo y utilizando ciertos recursos estilísticos similares a los empleados por la Sociología en el trabajo de campo, logrados mediante el empleo de la tercera persona de Illán Monteverde y desde la perspectiva de un narrador omnisciente, los textos van perfilando a otros narradores que se incorporan sin exigir protagonismo ya que la figura del Hablante Lenca y el Buscador concentran la mayor atención, excepto en los relatos cruzados que recrean otros espacios. 

La primera impresión después de la lectura es el manejo de un collage fragmentado, perdiéndose definitivamente la construcción en un tiempo lineal y progresivo. No obstante, siempre se percibe un sentido de documental histórico y cierta intención de interpretación histórica que le da al texto un aire de documento real, propio de la ciencia, de la Historia la Sociología o la Lingüística. Otra percepción es la recurrencia de diferentes voces, personalidades disímiles que guardan entre sí cierta familiaridad o parentesco con el entorno, generalmente estas voces se perciben en primera persona.

Aunque el narrador omnisciente deja abierta la entrada a un narrador protagónico que es Illán Monteverde, los demás personajes y voces aparecen y se comunican entre sí constituyendo un mosaico de voces, tiempos y espacios geográficos distintos. Illán Monteverde, El Buscador del Hablante Lenca, Don Eleudónimo de la Luz Morales, Chema Bambita, La Perena, Chorro de Humo, el Gringo Silverio, Henry, La Múrmura, Pepe Grillo, Iris Aileen, todos aparecen de manera intermitente, aportando y aproximándose o distanciándose de la figura del Hablante Lenca. Chocan, disiden, relatan fragmentos, imágenes que iluminan tramos diferentes de la novela jalonándose sin apagarse y sin confundirse. Cada voz es un matiz distinto que enriquece la obra.

El espacio geográfico oscila entre una geografía real (Madrid, España, Honduras, Tegucigalpa, versus un espacio mítico: El Gual, El Reguero, el territorio lenca). La referencia a otros sitios de la geografía centroamericana se funde con la referencia al Gual “que toma su concepto de la existencia de cinco ríos que desembocan todos en el río mayor, el río Lempa: Sumpul, Mocal, Pichigual, Guaruja, Guarajambala y Torola” (206).[16] Esta fusión de los referentes geográficos plausibles con los espacios míticos podría ser considerada como una fórmula constitutiva de la novela.

Esta fórmula, esta tensión entre la “realidad mítica lenca” y la “realidad referencial” distribuye los movimientos de la novela jalonándolos hacia “el territorio del Gual”, tras la pista del Hablante Lenca, en contraposición con los referentes “no míticos referenciales”, esto es, el mundo de El Buscador, Illán Monteverde y el último Chorro de Humo (Teódolo Simeón Mejía), en el que al final confluyen ambos.

Al mundo mítico lenca corresponden los objetos, las cosas propias de ese mundo desaparecido que Roberto Castillo visualizó tan fugaz y con tanta fuerza seductora que le permitió colocarlo al frente del otro, del avasallador mundo español, al principal referente, al antónimo, para sostener en la pulsación el contraste que quizás por obvio podría pasar desapercibido. Pero no podría ser con una inteligencia tan perspicaz, Roberto Castillo vivió ese mundo antes de ser filósofo, y ésta visión, esta vivencia es su misma experiencia. Roberto Castillo conoció, vio en cada escena la posibilidad de la reivindicación de aquella realidad inobjetable y sin pretender juicio alguno, fiel a la sonrisa que otros podrían llamar intención paródica, siguió el divertimento de su experiencia literaria para mostrarnos que el juego literario se desliza detrás de los subterfugios para mostrar indefectiblemente una verdad que se apaga pero que en el último instante se incendia….es la verdad de un mito que se niega a morir… el mito del último hablante lenca.


¿A qué motivación responde la intención de los múltiples canales de enunciación, la ruptura de las voces, la intención documental? Es un diálogo roto, una presencia de todos cuando se trata de uno solo que anda perdido…múltiples voces estacionadas sobre un fragmento irrecuperable, pero que al presentarse recrean esa intención expectativa, la posibilidad de que no todo se haya perdido, la manifestación de una esperanza. Por ejemplo la intertextualidad, la polifonía en pos de algo irrecuperable, la interpolación de historias distintas destinadas al fracaso y al olvido. La parodia de una investigación que se mofa de la inteligencia del lector únicamente para decirle, esto está muerto y sobre ello sólo queda el divertimento. Esta es la estructura, pero qué se esconde detrás de ella, qué oculta el autor, qué supo y no nos dijo con suficiente claridad en la novela.

LOS MITOS DE ORIGEN LENCA EN LA GUERRA MORTAL DE LOS SENTIDOS

Para no andar por las ramas, la sociedad hondureña tiene un carácter burgués terrateniente y las comunidades rurales se encuentran sometidas al carácter dominante de cierto capitalismo dependiente. Aún se manifiestan en la Zona Noroccidental del país todos los rasgos propios de un feudalismo heredado de la conquista y de los tiempos de las encomiendas. El arrendamiento, el “coyotazgo”, el cacicazgo, el latifundio y el minifundio como formas de explotación del recurso tierra. El sometimiento de la población étnica de origen lenca persiste después de casi cuatrocientos años de colonización. 

Si alguna modificación han tenido los mitos de origen lenca, esta se encuentra relacionada con el debilitamiento por la latinización y la ingerencia de los mecanismos de control de masas, la iglesia, la escuela (la educación oficial y la enseñanza obligatoria del español), las instituciones gubernamentales, el paternalismo, la exclusión, la falta de financiamiento, el marginamiento. 

En fin, haciendo un estudio diacrónico difícilmente se podría fallar al advertir que las condiciones del pueblo lenca siguen siendo las mismas a la época en que Roberto Castillo produjo su obra La Guerra mortal de los sentidos. De hecho, la obra misma advierte sobre la presencia de otros mitos modernos invasores como Dick Tracy, Tarzán, El Llanero Solitario, pero sin notar la trascendencia. Y si se observa una queja respecto del abandono paulatino de la riqueza natural del entorno lenca “Se fueron "a la mierda" como se han ido el bosque, los ríos, los pájaros y otros animales (quién me puede decir hoy dónde están el quetzal, el cenzontle, el venado o la guara)”. 

Siguiendo a Barthes, el mito tiene un origen histórico. Se puede, rastrear su forma de ayer y cotejarla con su forma de hoy porque nuestra sociedad privilegia las significaciones míticas. Todo lo nombrado en el campo de la cultura lenca es mítico, sus celebraciones religiosas en las que han sustituido o al menos matizado sus creencias, la mirada con que se espera la lluvia, la esperanza de la redención, la posibilidad de que no haya muerto la lengua totalmente y quede todavía el último hablante, la posibilidad de que los objetos un día se rebelen y el hacha se suelte de su cabo para congelar con su filo la espalda de los incrédulos, las calles por las que a diario, por la noche, circulan los hombres que llegan tarde a casa del trabajo, los perros que aúllan misteriosos, la lluvia acompañada de un sol transparente, los pájaros negros que se posan sin aviso en las aceras, las mariposas negras que entran sin aviso y se posan en las cortinas de las ventanas, etc. 

Pero los mitos nombrados con más frecuencia en La Guerra mortal de los sentidos son: los ángeles, la Ciguanaba, el sisimite, El Gual como espacio mítico, la rebelión de los objetos como un estado especial de las fuerzas de la naturaleza y su trastrocamiento, la guaca. No obstante, siendo más resiente, el mito más importante y de mayor trascendencia en la novela es el mismo Hablante Lenca, personaje mítico que construye casi la totalidad de la trama y por el cual encuentran su discurso un sinnúmero de personajes. 

El mismo Chema Bambita adquiere matices míticos al descubrir el secreto de la rebelión de los objetos. Hay dos mitos que notoriamente se intervienculan: El último hablante lenca y la rebelión de los objetos. El primero constituye una tensión hacia el interior de El Gual, su paso, sus valores, todo tiende a fortalecer la idea del mundo mítico de El Gual, del mundo Lenca. 

La rebelión de los objetos, partiendo desde la más entrañable y oculta visión mágica del mundo lenca, se va abriendo paso en el texto hasta convertirse en la propuesta apoteósica, en la expectativa del mundo occidental en general. La rebelión de los objetos sale del interior de El Gual y se planta al final, en la línea narrativa, en el punto de cierre de la novela, fracturando la “visión objetiva” del mundo español, de Illán Monteverde. Otro elemento de relación entre los mitos tratados en La Guerra mortal de los sentidos es el sisimite, vinculado mediante los rasgos de Chema Bambita a otros mitos como la rebelión de los objetos.

Según el espacio, el clima de la obra, los mitos constituyen un soporte para su discurso, el peso narrativo de los mitos lencas en la obra le permiten a Roberto Castillo tejer una porción muy importante de la narración. El vinculo de los personajes con los rasgos de algunos personajes míticos como La Perena y la Ciguanaba, Chema Bambita y el Sisimite; además de la trascendencia que le permite la rebelión de los objetos a la hora de hacer hablar al cacique lenca o al hilvanar distintos tiempos narrativos mediante este mito, el caso de la carta enviada por Chema Bambita a Simón Bolívar. La trascendencia de los mitos de origen lenca en La Guerra mortal de los sentidos es que constituyen un importante porcentaje del discurso narrativo y participan en toda la estructura de la novela, a la vez funcionan como tensiones narrativas hacia los espacios geográficos narrativos, es decir, hacia el interior del mundo de El Gual, y hacia el exterior, el mundo Illán Monteverde y el Buscador del Hablante Lenca.

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Notas

[1] Lyotar: La Condición Postmoderna
[2] IDEM
[3] Michel Foucault, Las Palabras y las Cosas
[4] Nietzsche: El Ocaso de los Dioses
[5] Terry Eagleton, Introducción a la Teoría Literaria
[6] Martin Heidegger, El ser y el tiempo (1927)
[7] Jean-François Lyotard. La Condición Postmoderna.
[8] Idem.
[9] Mircea Eliade, Mito y Realidad.
[10] Idem.
[11] Lewis Spence, Introducción a la Mitología.
[12] Ramón D. Rivas, Pueblos Indígenas y Garífuna de Honduras.
[13] Roland Barthes, Mitologías. 1980.
[14] Rolan Barthes, Mitologías.
[15] Atanasio Herranz, Estado, Sociedad y Lenguaje.
[16]Atanasio Erranz, Estado, Sociedad y Lenguaje.


BIBLIOGRAFÍA

1. Roberto Castillo, La Guerra mortal de los sentidos
2. Análisis estructural del relato: Barthes, Greimas, Eco, Gritti, Morín, Metz, Gerard Genette, Todorov, Bremond.
3. Mijail Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento: el contexto de “François Rebeláis''
4. Roland Barthes, Mitologías
5. El Popol Vuh, Antiguas historias de los pueblos Quichés
6. Roger Caillois, El mito y el hombre
7. François Peras, Cultura Popular y Enunciación Novelesca
8. Albert Camus, Mito y Realidad
9. Mircea Eliade, El mito del eterno retorno
10. Ángel Rama, La Ciudad letrada
11. El Origen del mundo en la cultura azteca.
12. William Bascom, The Forms of Folklore
13. Michael Foucault, Las palabras y las cosas
14. Michael Foucault, La arqueología del saber
15. Octavio Paz, El laberinto de la soledad.
16. Friedrich Wilhelm Nietzsche, El ocasos de los dioses
17. Platón, El mito de la caverna
18. Alber Camus, El mito de Sísifo
19. Roland Barthes, El grado cero de la literatura
20. Jean François Lyotard, La Condición Postmoderna
21. Álvaro Cuadra, De la ciudad letrada a la ciudad virtual
22. Textos varios a propósito de La Guerra mortal de los sentidos
23. Galel Cárdenas, Manual de teoría y Análisis Literario
24. Terry Eagleton, Introducción a la Teoría Literaria
25. Martin Heidegger, El ser y el tiempo (1927)
26. Edmund Husserl , La crisis de las ciencias europeas
27. Atanasio Herranz, Estado, Sociedad y Lenguaje: La política lingüística en Honduras
28. Ramón D. Rivas, Pueblos indígenas y garífuna de Honduras

De herejías ficticias y simulacros literarios


En aquel tiempo yo tenía veinte años y estaba loco.
Roberto Bolaño 


Introducción




No era demasiado segura la calidad de placer que nos otorgaría Ficción hereje para lectores castos, a no ser por la enorme expectativa que nos despertara su prologuista, el crítico literario Hernán Antonio Bermúdez en el texto Herejías y otras hierbas. 

Aunque Giovanni Rodríguez es una de las promesas literarias más importantes del país, todavía se conserva en la promesa de ofrecernos mayores vuelos en su trabajo literario. Al terminar la lectura de Ficción hereje para lectores castos, lo primero que sentimos es la falta de conectividad con el concepto mismo de herejía, cuáles son los límites de la moral cristiana que han sido trasvasados en la trama, en la actitud de los personajes, en la estructura misma de la novela. 

Cada uno de los 4 anémicos protagonistas nos relatan un testimonio trivial que casi se pierde definitivamente de no ser por los personajes hembras que le dan cierto lustre a pesar de la intención misógina en la que desaparecen desdibujadas. Aunque la estructura de la novela no es torpe y logra mantener algún suspenso por la insistente promesa de contar algo que valga la pena, lo cierto es que este algo no es más que un fracaso que definitivamente decepciona. 

El autor no logró encontrar la pulsión interna de los personajes, alguna justificación para la rabia de un acto delictivo dirigido a la institucionalidad de una iglesia que tampoco llega a ser delineada como personaje que justifique la acción central de la obra. 

No obstante, Ficción hereje para lectores castos plantea una situación contextual sobre la que vale la pena detenerse a reflexionar, a parte de lo que Bermúdez llama “El eje de la narrativa hondureña parece haberse desplazado a la costa norte”, y que lo constituye el hecho del desdibujamiento, el carácter desteñido y falso de personajes, instituciones y, en general, el ambiente social de la historia. 

No se trata de una preocupación sociológica o antropológica, sino de una carencia de vitalidad y sentido que puede constituir un verdadero hallazgo en relación a lo que el mismo Hernán Antonio Bermúdez revelara referente a Las Virtudes de Onán, de Mario Gallardo, es decir, a la ciudad como personaje al que Ficción hereje para lectores castos retrata de manera dispersa. 

Esta dispersión, esta fragmentación que también puede encontrarse en cada uno de los relatos referentes a los cuatro personajes “herejes”, constituye la clave por la que el “editor” autor de la novela se esfuerza por concentrar en un todo con sentido o dirección. 

El sentido de este todo disperso viene a ser el acto “hereje” que nunca se concretiza, por lo que, finalmente, cada una de las partes de la novela, los rasgos imprecisos de los personajes y su inútil huida, remiten, indefectiblemente, a la dispersión, a la nada. 

De esta nada dispersa, se rescata y rescata a la novela el Flash back (Post scriptum), donde un autor maduro reflexiona sobre algo impreciso que ¡Inexplicablemente, huele a mierda!




LOS INACABADOS: EL TEDIO DE VIVIR Y LA LITERATURA 



Pensó Archimboldi que la Historia, que es una puta sencilla, no tiene momentos determinantes sino que es una proliferación de instantes, de brevedades que compiten entre sí en monstruosidad.

(2666, R. Bolaño)


Aunque podría parecer del todo sospechoso que un autor dijera que escribe para no decir nada, lo cierto es que cada cosa que se dice no la dice nadie en particular, sino una época. Más en nuestro tiempo en el que confluyen el pensamiento de todas las épocas, las experiencias de todas las culturas y las voces de todos los hombres de manera tan vertiginosa. Es muy poco lo que nos puede sorprender. 

De este modo, mostrarse demasiado empático con determinados rasgos conocidos por la experiencia humana, no es otra cosa más que eso, una enfermiza y particular empatía, la necesidad de vivir la experiencia vivida por otros en otro tiempo. Esta situación contemporánea ya ha sido descrita con precisión tanto por Jean François Lyotard, Michel Foucault, Jean Baudrilard, Deleuze, entre otros. Es una sensación de girar en círculos cada vez más concéntricos en los que la experiencia personal es solamente un reflejo y la vida Real se torna más hueca cuando se tiene mayor conciencia de la propia existencia.

Nada compensa la existencia, todo pierde sentido. La vacuidad del ser, la sensación de vivir una existencia fútil en la que no se encuentra diferencia produce una desazón capaz de forjar mundos ficcionados, vidas alternas en las que la vida Real es sustituida por un mundo hecho al antojo de quien pueda construirlo.

Gustavo Campos nos ha entregado el 11 de junio de 2010, la novela “Los Inacabados”, un prototipo de esa necesidad del hombre de ésta época por mostrarnos el hastío, la búsqueda del ser como la misma búsqueda de la nada.

En este punto habría que señalar que la literatura contemporánea de habla hispana, al menos algunos textos literarios con los que particularmente me he identificado (El mal de montano, Paris no se acaba nunca, de Enrique Vila Matas; 2666, y Los detectives Salvajes, de Roberto Bolaño) constituyen piezas en las que el modelo es el autor de literatura. Es decir, textos en los que la vida Real del autor y la ficción literaria se funden para mostrarnos cierta obsesión enfermiza de la que no es posible escapar de no ser con la publicación de una novela.

La literatura traza los caminos para orientar la búsqueda de cierto sentido, es más, la literatura llega a constituirse en el único sentido posible, en el único contenido capaz de llenar la vacuidad de la vida. Caminos trazados por la literatura, búsqueda del sentido en las pistas de la ficción, en las huellas que dejan al azar los poetas. Realmente, a pesar de la incontable cantidad de nombres sacados de la ficción literaria o del entreverado enredijo de conexiones literarias, es evidente que no se trata de una intención erudita, sino de la búsqueda del sentido en una obra que es todas las obras…

Podría considerarse que la intención de llenar con literatura la literatura misma (Metaliteratura) es un síntoma de la actual sensación de vacuidad, o al menos una de las maneras de percepción de esa vacuidad. El temor realmente no lo produce la vida, sino el caos aparente, la necesidad de encontrar un punto de partida que produzca cierta orientación. 

En Los Inacabados Gustavo campos la encuentra como un cazador solitario del espíritu del Conde Lautréamont, para transmutarse en un Lautréamont sin nombre, o lo que de alguna manera es similar, en un Lautréamont que se oculta en muchos nombres.

El modelo del Conde Lautréamont es el que establece de alguna manera una especie de canon literario de lo oscuro que construye al alter ego, al protagonista del texto. Es en esos rasgos que Gustavo Campos construye su obra. Sin embargo no se trata de un embuste, de una fanfarria de nombres para captar al lego y sorprender al lector avezado. Se trata de una invasión similar a la invasión de las personas con las que el autor convive en su mundana existencia. 

Lautréamont, Costafreda, Leopoldo Panero, Poe, Baudelaire, Rimbaud; todos estos poetas malditos dejan de ser individuos, figuras de la literatura, para convertirse en un solo espíritu que acecha al autor para abismarlo a lo oscuro como si se tratara de una propuesta mejor defendida que la vida.

El alter ego del autor sufre una incubación, una posesión masculina, demoníaca y maligna en donde no hay espacio para la virtud, sólo un ideal literario, una promesa, una utopía donde la memoria literaria es sólo la sombra de un texto en el que, finalmente, todos serán borrados.

En Los inacabados la ficción no es la literatura, sino la vida Real, la debilitada biografía del autor que encuentra ocasionalmente en el desenfado frenético del sexo un atisbo de cierta profundidad en la que la realidad misma del acto es cuestionado por la persistente insinuación de una voz literaria que construye las escenas de manera artificial. 

En el fondo se trata de una existencia miserable, incomprendida, que se niega a la inexistencia, que se esfuerza en pervivir, aunque sea brevemente, en la memoria de alguna vida por triste que sea. Este es quizás el mayor cuestionamiento de Los inacabados a nuestra humilde historia de seres desprovistos de sentido. Por eso se escuchan con extraordinaria coherencia las palabras de Lautréamont: “Y como los perros sufro la necesidad de lo infinito”. 

Realmente no se trata de literatura, sino de cierta obsesión mística, del espíritu de Satanás martirizado en los hombres. Un afán de lo oscuro que no llega sino a insinuarse como posibilidad, como un derrotero cargado de franqueza, que nos muestra tal cual somos con nuestras bajezas sin ninguna posibilidad de redención. La única alternativa posible, si es que la hubiera, es un rechazo a la indigna vida mortal, para lanzarse a la búsqueda de un ideal imposible, de un sentido metaliterario, idéntico a buscar un resquicio en una novela bajo la forma de cualquier personaje para quedarse a vivir por siempre con una vida prestada, pero eterna en la literatura.

En la obra, el alter ego se burla de los huidobrianos, personajes adolescentes y deslumbrados con la literatura, pero sin verdadera conciencia del oficio, del sacrificio que implica acostarse cada noche con el íncubo, con el espíritu de Lautreamont. Campos, el alter ego, se burla de la inocencia literaria, cuestiona la imbecilidad, la irrisoria ambición del reconocimiento.

Una de las menciones más importantes de Los inacabados y que quizás aporta pistas para identificar la intención de la búsqueda, es la de Johan Gottfried von Herder, creador del movimiento Sturm und drang, en la Alemania del siglo XVIII. La búsqueda del sentido en las antiguas fuentes del romanticismo que descansa en el culto al genio literario, a la entrega total a la creación literaria, al modelo del literato que abandona la cordura misma como una intención evasiva de la arbitraria racionalidad; constituye, de alguna manera, no un retorno, sino un encuentro con la necesidad contemporánea de respuestas que sobrepasan al racionalismo. En tal sentido, por extraño que pueda parecer, Los inacabados es una obra romántica postmoderna. 

El propósito, intencional o no, de reimplantar el modelo del Conde Lautréamont como figura que cruza la obra, ya sea bajo los nombres de Arp, Nant, Nut, etc… demuestra la vigencia de una de las representaciones prevanguardistas en la literatura contemporánea. No obstante, podríamos vincular esta acechanza del oscuro espíritu literario de Lautréamont sobre el autor, con la idea de las serpientes de Cortázar. 

En los espíritus creadores en los que más se fortalece el deseo por alcanzar la cima literaria, en la que la literatura es el todo, la puerta del acecho queda completamente abierta, entonces Lautréamont entra y construye su nicho bajo la forma de una voz oscura, la voz de un perro que ronda cerca de la ebriedad del alter ego, del inacabado, y aunque este doble la esquina, más próximo se encuentra la voz transmutada en el mismo Leopoldo María Panero con una amenaza virgen: “Te mataré cuando la luna no salga”.

Sin embargo, a pesar de la extraordinaria intención de juego, la obra pierde profundidad cuando intenta volverse ligera o donde el autor excede su ingenio irónico. Es menos falible cuando ironiza a los huidobrianos, quizás porque estos personifican lo impúber del pensamiento o el pensamiento de los inacabados. Al abordar la figura de Kafka para desacralizar la visión existencial, el intento es definitivamente fallido y no consigue sino mostrar cierta incomprensión de la misma ironía kafkiana. 

Esta intención burlesca se observa de manera directa en el texto Creo en él. Pero además en la utilización desenfadada de un lenguaje emocional aparentemente espontáneo, descuidado, caótico. Es una burla y una afrenta abierta a la visión racional que subyuga el pensamiento contemporáneo. Kafka o Samsa, es el émulo de un dios enfermo. Es una de las piezas más extrañas del texto porque tratándose de una ironía, no logra sino despertar cierta inquietud maligna del humor sin lograr convencernos. Es la peor parte del libro, y, a la vez, la más inquietante puesto que, mostrándonos el aterrador absurdo de nuestra existencia, el tedio de la vida, no logra transmitírnosla con el angustioso peso existencial de la figura de Kafka. 

El intento, sin embargo, no deja de mostrársenos como algo siniestro, como una burla no sólo de la vida, sino de la literatura como parodia de la vida

La bella escatología que deja fuera la literatura, a propósito de Ciudad Inversa, de Karen Valladares


Karen Valladares tiene la inocencia del tiempo que renace.
SONOFELET


La entrada a Ciudad inversa




Yo conocí ciudad inversa, un sitio construido por el ocio, sin oficios, sin obreros, carente de palabras a pesar de las palabras, de significados; en fin, un sitio dedicado al olvido. Desde el otro lado del muro pareciera que es un verso, una colección de poemas, un libro con título y solapa, pero nada tiene que ver con eso. Ciudad inversa es un testimonio, un parlamento que ha construido una mujer hondureña, capitalina para ser exactos. 

Una mujer que nos cuenta su primera percepción para entregarnos la belleza con la que comienza el siglo XXI, en este pequeño rincón del mundo. Pero aquí estamos en Ciudad inversa y las cosas no suceden igual ni de manera contraria. Aquí todo lo que hemos visto se modifica, no en su adverso, sino en otro, igual, pero distinto, en un relato tan individual que sorprende por la inocencia a la que se refiere Roland Barthes en El grado cero de la escritura. 

Todo lo que hemos sentido o visto perfectamente se encuentra aquí, en otra experiencia, y sin embargo nuestra. El hallazgo de este libro es la idea de que vivimos en esta ciudad al revés, la vida cotidiana, la lírica, el erotismo femenino desenfadado sin ramplonería, la reflexión común elevada al plano de las preocupaciones existenciales, sin pretensiones, quizás la pura reflexión. A esta ciudad se tiene que entrar sin el prejuicio que provoca la literatura, como quizás sea la idea central de Pierre Menard, autor del Quijote, de Borges.

La poesía no existe

Tiempo, sueños, lluvia, noche, cuerpo, ciudad, mirada, dolor, ojos, árboles, calles, luz, viento, patios, ríos, palabras, silencio, azul, sexo, adoquines, tierra, voz, muerte, charcos, sombras, recuerdo, rincón, cualquier cosa, ninguna, cielo. Las palabras no dicen nada por sí solas, son unos tristes objetos a la espera de un hablante, es decir, de un hablante vivo, qué exista realmente. Porque definitivamente nada nuevo tiene el lenguaje, son los mismos sonidos, las mismas palabras de siempre. Pero la experiencia de las palabras es la misma experiencia humana, ya que las palabras son inherentes a lo humano. 

Fuera de ello no son nada. Para que se carguen de vida, las palabras necesitan más que la imagen. Hay que vivir para hablar. En la vida no existe la poesía, sólo la percepción de lo bello. Pero, qué ironía, la vida no es lo bello, sino vivir. Podríamos pasarnos la vida coleccionando palabras, clasificándolas, archivándolas, encerrándolas en compartimentos seguros para conservar nuestra memoria, pero nuestra memoria no está en la imagen que encierra cada palabra, sino en la experiencia vivida. Para las palabras no hay tiempo, no hay luz, ni oscuridad, ni silencios, las palabras, como cualquier materia prima en las manos del hombre o de la mujer, adquieren su matiz en el contacto con la experiencia humana. De ahí que haya construcciones cuya intención sea persuadir, construir un espíritu colectivo, un discurso social, una hegemonía o expresión de clase (Barthes). Porque ni las palabras ni los discursos se construyen solos, los construye la vivencia humana, de ahí que no exista mayor arbitrariedad en la experiencia humana que una construcción poética fingida, es decir, sin el estallido propio de la palabra que grita su experiencia de existir.


En el poemario Ciudad inversa Karen Valladares nos invita a un recorrido por su experiencia en dos avenidas, la de su inmersión en el mundo de la palabra como experiencia no literaria, sino existencial; y la avenida de su propia existencia vital. Esta afirmación es importante porque no podemos acercarnos a Ciudad inversa con el prejuicio del oficio literario ya que esto provoca la disolución simultánea de sus dos corredores principales. 

La Logia de Los Poetas del Grado Cero recomienda antes de su discusión una lectura atenta para descubrir, en primer lugar, una sensación de inocencia en los escritos, como si se notara que no se trata de una escritora experta, de una poeta avezada en el hipócrita oficio de inventar dislates desconectados con la existencia. Si no me equivoco, la riqueza de Ciudad inversa radica en el carácter testimonial, en un acercamiento a la poesía sin la pretensión ni la petulancia del sabihondo poeta. 

Entiendo la inocencia poética como esa experiencia pura que se nos muestra parecida a la percepción de la infancia o la locura. A la visión irracional de nuestra vida que se nos abalanza al cambiar los códigos, al invertirlos sin pretensión literaria, sin la apestosa presencia de la poesía. Es la irrupción de la experiencia con su luz primera, el descubrimiento del mundo, lo que comúnmente conocemos como contemplación poética:

Sobra el tiempo,
las palabras palpitan en mi mano,
la luz,
una línea transparente que nos roza.


En el verso anterior podría decirse que se encuentra el fundamento de la propuesta poética de Ciudad inversa, esto es la experiencia con la palabra y la experiencia sensorial con el mundo que, finalmente, podría tratarse de una sola. Las construcciones de aparente sencillez que hacen recordar la oralidad común o un tipo de lenguaje sin literatura, es, en mi modesta apreciación, el mayor valor de la obra, es decir, el que reclama el sitio relevante que exige la necesidad de una expresión que se rebela y pretende desatarse, romper amarras para mostrarse tal cual, con vida propia, del mismo modo que palpita en la conversación, en el saludo, en el grito, en el insulto; es decir, en su estallido natural.


Karen Valladares nos revela en su experiencia que Es tan difícil ascender en la palabra, usarla como elevador y hacer que nos dé un nombre (La palabra, CI, pag. 8) . Fuera de la palabra el ser humano no tiene nada, y sin embargo, ni la palabra misma nos sirve para nombrar lo que no vemos, lo que no sabemos, el inmenso abismo que nos separa frente a la experiencia cotidiana. Por esta especie de ansiedad vital de nombrarlo todo, de cargarlo de contenido ante la horrible repetición de las cosas y de las palabras, la poeta se esfuerza por construir el mundo desde una percepción dolorosa, la que constituye el contacto irritado con la ciudad, una desazón no con la palabra, sino con el mundo, percibido como una coerción molesta:


Y un trazo de papel rayado por un niño es el cielo (Cielo, CI, pag. 11),

Esta ciudad, es como un mal verso
(Ciudad inversa, pag. 13).

Es la otra vertiente del libro:

Aquí, de este lado,
la ciudad avanza,
la vida y la muerte conducen de espaldas
el destino de todos.


Ciudad inversa es uno de esos primeros libros de los que nos podemos sentir orgullosos de haber escrito pasado un tiempo, porque no pretendían constituirse en una joya de escritorio, en una almohada o en un desodorante; sino en todo lo contrario, pero al revés, es decir, en un testimonio poético bello, pero a la inversa, como esta maldita ciudad en que vivimos.


La enferma y bella poesía de Gustavo Campos



Con sólo habernos sugerido una dialéctica pronombral con su poética, especialmente con su poema “Me repugnas ahora”, Gustavo Campos se hizo acreedor a nuestro respeto y a nuestra intimidad literaria.

Pero no es por la vía de la ironía que nos ha afectado el quehacer poético de Gustavo Campos, un poeta que no pertenece ni se ajusta a ningún grupo literario, cuya obra es reciente, joven y fresca, con menos de cinco años de edad, pero con una profundidad particular, encubada en alguna de sus “Habitaciones sordas”.

Quizás comenzó a escribir cuando echó una mirada al entorno de su dormitorio, cuando tosía afectado por la humedad o el vaho de miles de papeles escritos a media sombra. Hay cierto tipo de sordera húmeda que afecta a los poetas en su nacimiento. San Pedro Sula duerme, pero Gustavo escribe, escribe largas horas, único sonámbulo marcado por cierta enfermedad literaria, una obsesiva intención de encontrarse a sí mismo, de buscarse en la sombra de su propia infancia teñida de empellones contra las paredes. Nada, ni la escamoteada guerra que vive nuestra ciudad, ni los ecos de una guerra muy fría han provocado su inclinación social. Es su experiencia cercana a la muerte, a su sombra, a su dolor, lo que le ha signado de un pesimismo que ha sabido llevar en sus letras. Pero el rasgo de pesimismo en su obra casi inédita se opaca por la justa expresión de la belleza en su palabra, por la belleza de sus sórdidas habitaciones.

No sé en qué momento le cautivó la poesía. Una vez le vi llegar con un legajo de poemas, como transpirando la franqueza sencilla de Jaime Sabines, lindando con Ungaretti o Vallejo o Huidobro, preocupado por encontrar sus propias palabras.

Nadie ha dicho nada aún de este poeta que estamos viendo nacer, yo lo veo como el poeta de la sombra fresca que yace, el que ha puesto sus palabras en la boca de la poesía y le ha visto su cara de burla cotidiana.

Se va a decir que es un poeta que camina con la sombra y con la muerte, con la tristeza. Y aun él mismo nos dirá: “No escribo un poema por sufrimiento. / Escribo uno para sufrir, / para sufrir mientras lo escribo.”, pero hay otra compañía que Gustavo privilegia, la poesía. Ambigua metáfora que le da muerte y lo revive. Antigua ramera, trasnochada, enferma y bella.

Sin embargo, a pesar del ambiente demencial y sórdido de sus habitaciones, la calidez y ternura de la poesía de Gustavo Campos nos hablan desde una oposición metafórica. Que no se hable, entonces, de temor a la muerte, de dolor o de tristeza, en sus poemas triunfa la luz, el hombre sumergido que subsiste a pesar de su palabra de tiniebla.


Texto leído en la presentación de Habitaciones sordas.
San Pedro Sula. 2005.


Las Seis Propuestas de Calvino para el Siglo XXI

"Mi fe en el futuro de la literatura consiste en saber que hay cosas que sólo la literatura, con sus medios específicos, puede dar."

I. Calvino


Al comenzar el Siglo XXI todas las ideas se agolpan procurando un protagonismo que sólo es posible entrever si se acompaña de evidencias tangibles. Es decir que un planteamiento sólo resiste la mirada fugaz si se acopla perfectamente a las necesidades discursivas de una fracción en el tiempo, de un momento específico de la época. En el caso de Ítalo Calvino, su trayectoria como escritor y el peso de su obra literaria hacen que sus planteamientos se sostengan con la misma intensidad de Jorge Luis Borges, Octavio Paz o Roland Barthes. Sus inquietudes y su lectura particular de la Postmodernidad lo convierten en uno de nuestros obligados hacedores y maestros.

En las Seis Propuestas para el próximo milenio, un texto clave en la actualidad literaria, Calvino nos muestra su poética y señala de manera prospectiva el derrotero de la literatura de cara al siglo XXI. El origen del texto es la invitación que le hiciera la Universidad de Harvard para participar en la cátedra “Charles Eliot Norton Poetry Lectures”, mediante seis conferencias. De manera que Italo Calvino cifra su atención en el libro como objeto que concentra el conocimiento, la capacidad imaginativa y expresiva de las lenguas de occidente, su expansión y experimentación expresiva, por lo que denomina al milenio anterior como “el milenio del libro”. Desafortunadamente, Calvino no pudo concluir las seis conferencias, puesto que falleció una semana antes del viaje a Harvard, legándonos cinco de las seis lecciones prometidas.

Calvino se propuso iluminar seis conceptos: Levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad y consistencia.

Sobre La Levedad, reflexiona alrededor de su oficio como escritor, una trayectoria que abarca cuarenta años como productor de ficciones literarias. Observa que durante su proceso creador, una de las operaciones vitales consistió en quitarle peso a la figura; a la humana, a los cuerpos celestes y a las ciudades. Cuestiona la convención que ha colocado la levedad o la ligereza en un campo que se confunde con la falta de contenido esencial. La levedad no es falta de peso esencial, sino fluir natural. Cuando el mundo de lo humano se vuelve pesado, Calvino vuela hacia otro escenario con otros instrumentos para crear una realidad literaria más liviana, un mundo a la medida de su ideal fantástico.

En la conferencia sobre La Rapidez se refiere al tiempo narrativo indicando que puede ser inmóvil, retardador, o cíclico. Diferencia el tiempo de la ficción y el de la velocidad física. La velocidad de la ficción determina el goce estético de la obra; la velocidad física implica la idea de utilidad pragmática en cuanto “hacer algo rápido” puede ser beneficioso. No obstante, centra su interés en el valor de la diferencia que comunica la literatura. El autor debe tener conciencia de la diferencia de los tiempos en la narración para facilitar la percepción. En cuanto valor, la diferencia no debe atenuarse, sino expandirse. El manejo de la rapidez permite madurar la propuesta narrativa.

La Exactitud. Establece un procedimiento de construcción de la obra definiendo tres parámetros. A. El Diseño. B. Construcción de imágenes memorables. C. Un lenguaje preciso, con matices que expresen con nitidez el pensamiento y la imaginación. El trabajo del escritor es encontrar con el lenguaje una imagen precisa, un dispositivo de imaginación que despierte en el receptor la sensación buscada, con una extensión y un ritmo idóneo. Para Calvino, sólo el lenguaje nos permite acercarnos a las cosas, a lo que nos comunican en su esencia, en su forma irregular y complicada. Vale destacar su admiración por Mallarmé como un finísimo orfebre de la palabra.

La Visibilidad. En consonancia con su planteamiento de privilegiar la imagen, Calvino advierte el riesgo de sustitución de la imagen por caracteres alfabéticos abstractos del lenguaje. Concentra su atención en la relevancia de la imagen, en la facultad de la imaginación. Aconseja practicar la observación y el ejercicio de las facultades sensitivas, ampliar la memoria sensorial.

En la quinta conferencia, La Multiplicidad constituye una manera de representar las redes infinitas de intercomunicación en el mundo, refiriéndose a la literatura, a la obra literaria como método para alcanzar el conocimiento, para expresar el conocimiento contenido en el individuo. La literatura es la manera con que el hombre expresa lo que tiene, lo que sabe, lo que lleva. Estos contenidos pueden ordenarse mediante la literatura de diferentes maneras. La Multiplicidad son las distintas posibilidades con las que se puede relatar una misma experiencia.

Las conferencias concluyen con una esperanzadora posibilidad de darle voz a todo lo que sea posible. El autor dispone de todo el tiempo en la literatura para crear sus mundos, para darle voz a lo que permanece en silencio.

En la conferencia inconclusa, Calvino se referiría a la Consistencia. Tal vez a esa posibilidad de pervivir en el tiempo de que gozan las obras más perfectas de la literatura, las que contienen el ideal de lo bello que aún conservamos en occidente.

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