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®PAPIRO

®



Papiro


La noche tiene el aroma de un jardín lejano,
pasado, perdido en la maraña de una selva
                                     loca.

Su corazón es un poeta ciego
mirando un cielo distinto,
definitivo,
bebiendo como un terco la humedad de dos senos
pringados de sereno.

 
Noche es mujer,
hembra oscura, cumbre silenciosa,
  c
   a
     í
    d
    a  horizontal
        y misterio.

Noche es beso de pan
y pan marino.

Yo soy el poeta que te canta,
soy el que navega en tus lagos aromados,
soy el que vaga en tus olas con una muceta de.amarilis.

Soy el que ama tu tarde más muerta,
y tu polvo,
y tu cabellera poblándose de estrellas.

Soy el que bebe tus aguas profundas
  y tus leguas antiguas y oscuras.


El que besa tu grama caliente,
el que muerde las uvas de tus labios de sombra
y rocío.
El que espera que te abras para ver el carbón hambriento que gime.

Tú seguirás descorriendo las cortinas del ocaso,
yo a la espera de tus espinas llameantes.

Tú la bocanada de palomas silenciosas,
yo la saeta que se incrusta en tu viento.

Caerás suavemente como gota de universo sobre el mundo
y otra vez serás un hilo de agua,
el beso del aire contra el aire, la luna desnuda en un lago de espejos.

El muslo de un lirio,
la llama que gotea, gotea
y se apaga.

Y seguirás cayendo como gota que se abisma
y busca ser arcilla
o polvo humedecido en las manos.

Y tendrás un cuerpo a imagen y semejanza de la dicha,
un aliento
y un corazón que resista la brevedad de un sueño.

Serás los animales de nube desapareciendo a cada mirada posible,
la madrugada cediendo su pezón adolescente,
su axila desordenada y olorosa.

El pan nocturno que sabe a pan del alba,
el temblor del agua en la última embestida del viento,
el rocío constelado en un oleaje de caricias.

Serás la hembra asediada por el sol,
el arco de piel y la boca incendiada,
la danza que se fuga sobre un camino de ceniza
                                                                                                                                                                                                                                                                       rumbo al cielo.
Tu talón de fuego frío será la última imagen del poeta
que aún mira tus huellas
en la tierra.




Lira

                                                                                                                                                                                                                                                                       A Lucía


Ronda el deseo.

Bebo la música de tu cuerpo cuando es una brasa
en la delicia del fuego.

Estallas en el clamor de las manos,
hueles a trigo, a fruta, y te desplomas
                                    en hilos de miel
sobre la sombra.

Gimes al contacto del estío y emerges
como una ola que muere y vuelve a ser ola.

Recuerdas tu cabello saltando en las orillas
                                                          del viento,
niña todavía,
con el color y la melodía de la tarde en los ojos,
huyendo de las palabras envejecidas de tus padres.

Entonces arañabas el cielo y el aire
hasta dejarlo rojo y botabas a pedazos
el crepúsculo.

Veías la magia de las cosas y hablabas como la lluvia
                                           en el beso de las hojas.

Tú viste florecer el vello y el cáliz en tu vientre
al quedar desnuda, sola,
y pusiste los dedos en la ternura del mundo.

Era el tiempo de la rosa acostada en el cielo
y el gemido ahogándose en la soledad de la
                                                         alcoba.

Era tu sed reclinada en la dimensión del fuego
que habitan los amantes.

Ahora tendrías una mirada de invierno
en pleno verano de la carne
o partirías la oquedad del silencio
con una palabra incendiando tu boca.

Pero yo soy el rumor nacido de tu voz apagada
y tú la humedad deslizada en el ardor de la noche.

Por la luz de tus senos se vislumbran ciudades de luna
y frutas ávidas.

Tus labios vuelan a la piel y conducen al tiempo
donde amar y morir son una cosa.

Desata de una vez el agua que nace en tu sueño
y deja que sea un pájaro apretado en tu abismo.

El que hunde puñales de tersura en tus heridas
y se moja en tu savia caliente.

El que mana breves constelaciones de poesía
y es el gesto del deseo convertido en caricia.

El que ama tu sexo de hojas primitivas.

El que bebe en tus labios el agua desbocada
cuando entran y salen mis huesos buscando una llovizna.

Dibuja la suavidad del muslo
y llévame donde el mar se baña en su propio jadeo.

Grita de tibieza y muerde el milagro
de las almas sitiadas en la hoguera del jade.


  


Ermita





Cada noche inventas el amor
o dibujas estrellas en el agua.

La luna ama tus ademanes y se hace pequeña
esperando tu abrazo.

Decides el nacimiento de un relámpago,
                                          de un suspiro
o de una palabra callada por la presencia
del deseo.

Eres el recuerdo de la noche
cuando la oscuridad viaja a su estación
                                          más hermosa
y caes como una pausa en pleno centro del cielo.

Tú eres la noche.

Reinas en la soledad de un camino para silbar una gota de luz,
una lluvia,
un chispero de sílabas
o el grito que dejan las hojas
en la boca de los ríos.

A ti se acostumbran el alba y la hora
                                           más dulce del día,
y el sol no puede con tu beso
posado en una ermita,
sobre una duna de pájaros
o sobre una piedra celeste de silencio.

Yo te amo inmóvil para dibujar en tu vientre
el sueño de un hombre descalzo.
Me despeño como un pequeño verano
                                              para quemar tu boca,
para humedecerte con un verso líquido
o con el temblor de la luna sobre el agua.

Y resbalo
y muero
en tu mirada.


Alumbramiento





Todo es incandescencia, la sombra es lumbre,
luz prematura el deseo.

Yesca es la noche que concibe tus senos
del tamaño de mis manos
y en tu boca se incendia la lluvia del
                                        estremecimiento.
La piel es una torre donde los dedos cabalgan,
convulsos,
en homenaje de un relámpago,
de una arenisca de cal escondida en la hoguera del tacto.

En tus espejos desnudos se levanta una escritura
                                                            de ámbar,
un desvanecimiento de luz, un beso;
la insinuación de un gemido que devora la dicha
                                                         y el sueño,
y es el alumbramiento sin fin,
                                       el movimiento.

Todo te busca como una estatua de oscuridad
y tú enciendes la leña que profana los templos.

Dame la voz ardiente con que se quema
                                               el crepúsculo
para nombrarte zarza, fruta de incendios
o lluvia de incineración.

Consagra la delicia como una leve desazón
                                                    del aire
y sé la llama sosegada en el agua.

Dame un espejo que refleje la llovizna del día
y tendrás un cuerpo tendido
                                       en mitad de la noche.

Para que seas la brisa que lame el muslo
                                               de la montaña
soy el sol tatuado en las piedras,
el ardor del viento
y el musgo humedecido por todas las noches de
                                                          tormenta.


La luna danza
manando caricias de una herida.

El aire resplandece.

La yerba despierta una fragancia en otro sitio.




  
Palmera de luna



 I



Los dedos de la luna inician un recorrido
en tu cuerpo.

Algunos jirones de nube desaparecen en las alas del viento,
en la sala del viento,
en la sal ¡aaahhh¡ del viento.
Se mece tu cabello, se hace pájaro, paraje,
polvo en el aire: cascada.

Deambula tu silencio en la sombra
y es el canto abandonado de un arpa.

Te reconozco por la señal deseada de los labios,
por el gesto de abrir el horizonte
con una vocal desnuda.

Tu mano es una cinta por donde corre
un búho de luz
y de sonido blanco. 





 II



Eres la danza de la luna o un pétalo tendido
en el mantel de la noche.

Te nombro libélula, llama, lama de azogue,
grito,
y el cielo se
en tus labios.

Hacia ti camina un copo de ámbar,
un copo de nube suelta, ácida.

Algo se quiebra bajo el hacha del aire,
escucho tu ay seco,
como un soplo que topa  y se deshace.





Mar



Anochece.

Una gota de sed se ahoga en tu vientre.

Mis dedos te surcan, trazan líneas,
                             constelaciones,
pasadizos que se abren al encontrar un sollozo.

Subo por tu silueta como por una escalera,
bajo en tu voz,
        digo tu nombre.

Te construyo con palabras.
Escribo sobre tu piel una casa de besos.

Te hago oscura para que no seas sólo imagen poética,
sino mujer real,
       como la luna.
Naces debajo de mi cuerpo con el talle firme
y tus sueños son pequeños barcos de luz,
gaviotas que se marchan.




 Coda 



Debí abrigar tu desnudez más tiempo
entre mis ojos,
debajo de la sangre donde tu piel reinaba
sin temor a la lluvia,
sin temor al silencio que antecede a los labios
                                       que se juntan.

Este aire olvidado también sabe a recuerdo,
a una palabra de tu voz,
a escombro
al instante que tal vez sin querer dimos la espalda:
                dispersa ceniza,
           isla
              náufraga.

Por la pequeñez de tu sombra sube la tarde
                                  y te cubre
como a los breves barcos que se acercan
al horizonte
para besar las nubes.

Deja que tus manos vuelvan a tocar el agua,
o el color del mar
visto en tus ojos.

Horada otra vez la arena fresca,
golpea la dureza de piedra de las palabras
no escuchadas todavía.

Puebla el aire,
vuelve a la labor de la fruta segada por la sed                                       
de las manos.

Vuelve a ser idéntica al sol cuando camina
a plena luz del día,
cuando el viento es un pájaro aleteando
en la humedad de los ojos.

Engendra un sueño que baste para tejer una sábana
                                      con la espuma marchita,
que baste para el calor,
para el ritmo sin otoño de los que aman.



Despliega otra voz,
o el gesto que amábamos,
o la respiración que envolvía el territorio de la
                                           yerba
cuando los dedos evocaban los cuerpos.

Todo lo que el mar contiene lo saben las olas,
y lo dicen,
y lo callan en ese ruido empecinado en atenuar
el olvido.

Sobre el fragor de la tarde tus manos aún
                                 vuelan,
y declinan remotas,
en los remos cansados que enmohece el silencio.



 In memoria




Calladas, remotas, desde un atardecer
se despiden las hojas
que una vez desnuda como el agua
te bañaron.

Las piedras aún llevan ese aroma
con que las mariposas colorean
la yerba.

Tú también dejabas acampar el aire
en tus ojos,
mágica,
extraña ceguera agitándose como una lanza
sobre el musgo de
la tarde.

En aquel refugio donde todo se hacía música
fui un pájaro.

¿Lo recuerdas?

Despertaba desconocido
para ver el cristal en que oficiabas
resplandores,
temblores,
catedrales estremecidas.


Obstinada
araucaria,
seducías, destruías intacta
la pesadumbre inmóvil de la calma.

Ardorosa entre sombras,
la luna arriesgaba su beso
lastimándose,
y tú extendías tus ramas
hacia este bosque de raíces
nupciales.


Ah, la caracoleante humedad
de la tierra,
el blando mantel de hojas muertas
palpando tu cuerpo
de espaldas a la luz.

Fuiste una leyenda,
un sueño de flores reclinadas,
de tallos,
de vírgenes eucaliptos y savia
enloquecida.


Mi araucaria,
ahora serías más dura
que una herida,
y la danza de este aire solitario
podría
recordarte.





 Habitación de la tarde




Llega la tarde
y se esparce.

A esta hora dabas al viento
                        un refugio
y los animales se te ofrecían callados
por verte con mis ojos.

Aparecías en la sombra,
sobre una rama coloreada con algas
                             oscuras,
sobre la cima brillante de la luna,
sobre un abismo,
sobre un escollo gris,
ávida como las piedras.

Extrema, temeraria, tornabas en dos una caricia
hecha con rígidas arenas,
sepultabas fuego y agua,
tortugas, versos y danzas ancestrales.

Nadie te vio en la hierba,
ligera y desnuda,
herida por la luz.

Nadie miró tu pie de música,
tu pequeño pie
destruyéndolo todo.

Alzabas los ojos para convocar la noche,
para aquietar el aire
y el temblor de las hojas.

De tus manos surgían numerosas,
ingenuas, antiguas y sofocadas estrellas
y tu cabello era el sitio donde los relámpagos
poblaban el horizonte.

También la lluvia era un pájaro conquistado,
ebrio y sin alas, cayéndose, profundo,
en sus cristales.

Todo lo inventabas, todo lo destruías
a esta hora,
como una advertencia para el amor
y nadie hubiera podido
no amar tus sacrilegios.



 Noche 



Como un puñado de polvo
que se elevara
                 hecho mariposas
sobreviven tus ojos.

Tus ojos abismados a la ceniza
del aire,
al muro por el que subo
escuchando mis latidos, apretado a tus manos,
como una vez sin sombra
me mirabas.

No es por el agua
o por el aire,
es por la oquedad de dormirse lejos,
por la herida con que se añora la lluvia,
por la lumbre,
por el oscuro césped en que nadie responde.

El otoño,
el murmullo de la tarde tal vez poblaron ya
los jardines, el pequeño salón en que tus pies
aprendieron a desnudar su música.

¿Hacia dónde avanzaba nuestra sangre cuando un poco de
luz
caía en tus hombros?

¿En qué paredes quedaron las miradas
y los gemidos
que escribían tu nombre?

Yo hubiera elegido aquel anochecer en que tu rostro
construía el espejo de los que aman,
de los que se buscan en un aposento similar
a la dicha.

Entre las hojas que el aire dispersa
se adormece mi voz,
como una piedra.




Lago




Como si  nunca te hubieras deshojado
te abres
y caes
sobre un humilde lago.

Todo arde
y se derrama como la brisa
con la luz antigua del alba.

También el rocío que imaginaba
golpeando tus pies
con aquella locura tan mía
besaba la hierba. 

Déjame correr a oscuras -te dije-
por la estación desnuda donde  tu cuerpo hacía un nido
con la humedad del agua.

Quédate cayendo en desnudez de luz,
sin temblor de ramas,
de hojas, ciega, como si en verdad
te cerraras.

Amamántame.

Atrápame en la neblina rota
de mi voz,
en el inútil palabrerío,
en el tropel de seda que te llama. 
                                                                                                                             

 

 El color del agua





                              Perteneceré al musgo,
                              a la arena que me enseñó la humedad
                              de tus senos;
   a las cosas que el mar prohibía bajo el agua.

Perteneceré a la noche
en que el deseo
era un fruto acorralándonos en la placidez
de tu boca.

Perteneceré a tu boca cuando calle
de hambre
y grite el ardor negro
de tu carne.

Incesante y loca
precipitabas la tarde, lo dispersabas todo
alargando tu mano como una niña
sorprendida en la seda del agua.

Tú lo habrías dicho mejor si no hubiera enmudecido
como una criatura parecida a Dios,
parecida a un muerto que abre de par en par sus ojos
y siente la mano atenta de la vida.

Tal vez en otra parte husmeaba el asfalto
con un hocico de  amorosa
poesía.

Pero es mejor el mar,
un beso, un jadeo a la luz de tus ojos.

Podría mirarte otra vez
en las olas
como un aroma de sombra deshojada.

Ahora la brisa
me golpea la cara para que recuerde,
para que despierte en el color del agua.




Ventana



  
Desde  una noche plena donde se posara
mi vida se hubiera descolgado
usando árboles
y frutas
para pasar mis manos por tus ojos.

En jaulas de hojas que sellaran
el único camino, 
aún desconocido caería con sólo haberte visto.

Unánime en la semilla del aire,
en un nombre
como los pájaros.

En la silueta del agua,
en el escombro,
en un jirón de hierba;
en la noche misma, te mirara.

En la oscura perfección
basta una palabra.





Huella



Disperso sobre la herida del mar
o en el aire
un paisaje de aves volvería a tus manos
para elegir tus ojos.

Y todavía distinto, con un nombre sin pies ni cabeza
enloquecía el cielo
en el extremo insolente de tus huellas dactilares,
en la arena,
en una hilera de árboles lejanos;
donde se posaran.

Tal vez por el recuerdo
desnudo de tu cuerpo
aún se alzan
la espuma
y los animales que se borran en el agua.

Pero reapareces aún más leve
discrepando en las olas,
en la efímera hoguera
con que el sol acostumbra repetir el día.

En el gastado reino de la tarde
¿dejaste algo, un sendero para volver al sitio
donde los pájaros te encontraban en mis ojos?

No es con palabras, ni con las algas que el mar traía
cada vez que anunciabas, delirante, volver la espalda al mundo,
con que se hace la dicha.

No hay frontera como tus brazos atrapando el aire.
No hay abismo,
no hay sombra que invada la redondez de tu beso.











Niebla


Como un imposible perdido
encontraría en la niebla,
desnudo, tu cintura

Desde una colina donde tu mano
señalara una ciudad hecha de encajes
y velas de aire.

Desde la estación de la lluvia
donde los escalones de tiza
se deshacen.

Desde una bóveda gris iluminada de sombras.

Desde un refugio de mármol hundido
bajo una roca de musgo blanco.

Desde una hilera de pájaros que saltara
de una luz cuyas ramas me cegaran.

Desde una casa con ventanas de agua.

Desde la efímera ceniza de una palabra
punteada con la delicadeza de un alfarero ciego.

Desde un escaparate de payasos y maniquíes
vistos como estalactitas.

Desde una mata transparente de cuerdas de guitarra.

Desde una malla de rocío antes del alba.

Desde un mallarmé tallado en un diamante
de luciérnaga.

Desde no se sabe qué ojos.

Desde entonces. Desde antes.


  

Mapa


A Lesly



En un escrito de sombras
o en cualquier imagen
de invierno
te revivo
con la fuerza de una casa
o un trazo de tus pies
en la habitación de mis ojos.

Desde entonces extinguida,
apretado en la luz
de tu boca me bebías.

Aún intacto o en jirones,
en las cosas que la noche desnuda,
tu cuerpo vuelve a su imagen,
o al menos mis manos convocan
aquel momento a solas.

Quizá esta noche
pasará,
como tus pasos, breve.



 Y aún los árboles



 Callabas el sol
y el rumor del aire
sobre las piedras.

Y aún los árboles preferían tu sombra.




 Paisaje del cuerpo





I



Cae la lluvia.

El agua besa la yerba,
roza un tallo y regresa
en silencio,
enmudecida.






II





Una silueta se desliza,
florece.

Se eleva la canción de la carne.
Un pezón es un pájaro rojo,
una almendra en la sombra.

Otro cuerpo cae como un manto de polvo.





III





Gime la piel sobre la yerba,
se desliza,
crece.

Los dedos corren por la tierra
y se abrazan.

Un canto suave golpea las hojas.





IV





Una flor alumbra la noche.

Veo tu piel,
suavemente ha cambiado del rosado
al rojo
y se puebla de alga y espuma.

Música blanca.








V





Tu cuerpo era una mariposa gris
orinando en el aire,
una hoja detenida en el cielo.

Yo era un tallo de luz
respirando tu beso.

Completé tu belleza.
Me diste una gota de orín celeste.








VI





Cayó tu flor en mi sueño.

Era el fuego del agua girando
en derredor del silencio,
del sueño
del agua.

Era tu flor convertida en jade,
en agua,
en rotación del silencio.

Era el agua convertida en flor,
en jade,
en sueño de espuma.

Calló tu flor en mi sueño.





La espiga fúnebre









I



Desprendida
y elevada,
una hoja del árbol
bajo el ámbar violento
raya el cielo.




II






Quieto el árbol con su lengua
de hojas contra el cielo
dibuja su sombra
desde la raíz
y da vida,
florece,
hace moho,
pudre el aire,
escupe sus hojas,
y un tatuaje perfecto en su corteza
es una historia
tal un látigo de lluvia
quiso detener su crecimiento,
una vez semilla.





III





Una y otra vez
la llaga lluviosa
del cielo
golpea la rama donde un pájaro
bajo el ala
su cría,
ya sin música,
en su ojo muerto
su vuelo
al fin roto
en miles de fragmentos
y cuchillos,
devuelve la vida.





IV






La luz.

Sólo por ver cortada
su espiga fúnebre,
y su redondeada bóveda
despierta en el dolor de un párpado lentamente abierto
a despecho del viento
o el navajazo del aire
entre la hierba,
o heridas las alas de una mariposa
en implacable embestida.

Más destructora te alzas, más ciega,
más dura en el hondo refugio de tu sombra,
y simple tu abrazo y tu beso desnudo
del brillo se alimentan.





V





De las hojas el exquisito
lenguaje nunca leído
se mecía
en melodiosa telaraña
sin estilo,
pero amarillento
en luz mortal,
breve,
sin gloria,
un torvo sol.

Y en su afán de mariposa,
una hoja de celinda
apagó el mundo.





VI

Oda


                                                                                                                                                      A André Bretón



La vida sin los colores más vivos.

La hora terrible de llamas frías,
piedras y charcos.

La vida con sus cicatrices, con su tumba,
con su presencia de nada, con su juego de morir.

Sólo cerrando los ojos la vida se hace larga
como miles de collares
apagados.

Y es bella oscura
y virgen.





VII



Sólo por mirar hay quien no reconociera
la mutilada voz  de este poema
en el vasto espectáculo.

Tal una enredadera vista desaparecer de pronto
donde una vez un muro
también su sombra sostenía.

Sobre la carcoma del aire sube su lastre,
su muñón,
su tos de felpa,
y no hay forma de callar el ruido
y su cojera.

No lo perdones tú, deja que siga,
deja que raspe la poesía.

Atento a la quejumbrosa voz,
un aporrear, un martillazo,
un estornudo, quizás,
es la belleza.




VIII




Vuela, buitre,
revienta el aire, mancha, incendia,
roe la cima;
traza tu garabato en la altanera blancura.

Fornica.
Desciende tu beso
al ojo en que se mira la muerte.

Picotea, amamántate
como antes
en la oscura leche.

A la vieja humedad de la luz,
al brillo esquivo,
a la escarcha que recuerda la tibieza
en la carroña; no la desdeñes.

Y no te apresures,
la noche va en tus alas.



IX




A la vieja usanza
y ciega
la tarde
en tus ojos
se miraba.

Y jamás tu hocico intacto de luz
tuvo más vasto
florecer, más bello fango.

Un mundo tu corazón
o el estiércol,
y el hedor una burla
en la plácida curva celeste.

Concluye tu canción,
alábale con todos tus demonios,
y come el detritus
de los dioses.






Oscilación del Fénix










I


Dejado en el signo de tu voz dolorida
me hundo
y a fondo te toco
en medio del palabrerío.

Es un error tu movimiento hacia la luz
de las calles,
hacia la respiración acuosa de las bocas que hablan.

Detén la sílaba de tonalidades grises
y ásperas.

Detén el canto elevado en vacuidad,
la voz en diluvio,
la efímera pájara de sombra.

Haz un semicírculo y regresa
a la nocturna armonía,
a la incorruptible turba del silencio.



II




Cuídate de la luz.

Tras aquella sombra,
entre algas de impalpable ritmo,
similar a un verso
dicho entre bocadillos y risas
de aparente reputación,
y enderezar el espinazo en actitud solemne
es lo mismo.

Conjura sólo una palabra,
oscura, densa como una silueta
de raíces de salamandra.

Aquieta el paso.

El hondo sepulcro al que desciendes
es tu sueño.




III



Procura sentir el inocente vaho
de la hoja muerta,
la fragilidad de su hueso,
la proeza de su tallo
antes de caer
y el abismo tan hondo;
la silueta
hiriendo el aire,
la escritura del salitre,
el arrullo de la sombra
cada vez más cerca del polvo.

Nada está hecho a imagen
de la gloria,
ni la luz, ni su reino concluido
en la caída.



IV




Diríase música.

El fuego yace sobre las baldosas,
sobre la anochecida luz,
bajo el agua antigua de la lluvia.

Como una torre se ha erigido
mi pobre voz.

En este jardín diezmado mi sombra transcurre.
Sólo es sombra.





V


Ya sin voz y sin sombra calcino este poema
como quien señala una estrella
en otro firmamento.

Nada se levanta.

La luna es una gota de sal derramada en los ojos.

El aire recorre los caminos hasta endurecer la yerba.

Una manzana forcejea su redondez
como una estrella sin sombra,
lejos.



VI


Erizado y sin piedad sobre la dura burla,
yerto hasta el envés,
desciendo hacia el hombre,
yo, el poeta,
el vil,
el hacedor encarnizado.

Con el martillo incesante  que horada la carne
veo renacer mi voz profana.

Mi cetro es el delictivo deleite
que cae
sobre la sombra fresca del hombre que yace.





Las hojas lluviosas


                                  A Moisés Landaverde



La mar, el agua lenta o una bufanda tirada en
                                                           la noche
sonreirían siquiera con saberte distante.

Podrías cambiar el color de la tarde
por uno que sea menos triste que el vestido del
                                                               mundo.

Podrías saciar el deseo del aire de quedar atrapado
en la música de un beso.

Porque todo fue distinto desde que vimos tus ojos
oteando
en la quietud de la yerba
y silbaste esa canción largamente olvidada.

Nada podría separarse de ti, ahora,
ni las nubes que viajan a la velocidad de tus manos
cuando descubren el lenguaje de las rosas,
ni la madrugada blanda,
que repite tus ademanes al ritmo del alba.

Eras breve,
y nunca tuvimos el tiempo de los animales
que se alejan del mediodía para escuchar tu silencio,
para escuchar tu palabra empapada en el fuego
                                                               del aire.

Te vimos llegar como a las lluvias que golpean
                                            las puertas del día
sin mojar las paredes,
como al hijo que se va sin explicar sus espejos.

Tú nos enseñaste el afán de la piel antes de poseer
                                                                 el cuerpo
y aprendimos a ver nuestro grito, muerto en el vacío,
como un fantasma indeciso.

Sabías del rumor del mar horadando la cumbre,
de las palabras que ocultan los labios y el brillo
de sus cortes
transversales.

Eras la voz encarcelada en el centro de la fruta
y bastaba verte contemplar la hoja desprendida del
árbol
para encontrar tu tristeza.

¡Mírate ahora en la soledad que nos tira de bruces
hacia tus brazos!

¡Mírate ahora en nosotros, con la voz más honda
y con el peso de todo el adiós acumulado!

Al que dibujó tu silueta en la sombra lo acosa la dulzura
                                                                   de una sonrisa
y el que huye sabe esconderse del aliento
                                                      de las flores.

Hacia ti venimos con el lenguaje naranja del crepúsculo
y con el trino de las hojas lluviosas,
con la luz que se oscurece y es brillo de luz
                                                      sobre la sombra,
con todo lo que hace de tu barro una estación de sueño
porque de tu sueño nace el vino que calcina la sed
                                                          de los hombres.

En el  páramo los animales han escuchado el trotar de tus
                                                              párpados,
y han ido cayendo en la cuenta de un asedio.

La tierra madura, brilla un árbol.

Una flor es un pequeño sol.

El cielo se mira en el agua.

Se desliza el aire, sopla, despierta la yerba.

Las cosas renacen por tu nombre.



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