José Carlos Caguayo. Imagen tomada de: https://tiempo.hn/la-maison-la-amsterdam%E2%80%8B-de-san-pedro-sula/
Por Jorge Martínez Mejía
Muerto el instante.
Yo conversé una vez con ese peruano en la barra de su bar.
Tenía los ojos grandes y una sonrisa agradable.
Al fondo, las voces de unas mujeres le hacían volver la vista.
Iba y regresaba.
Los días eran jóvenes en ese tiempo. Días bárbaros.
Cuando servía la cerveza destrababa la humedad con una servilleta que enroscaba en el pico de la botella de un tirón.
—Echate esta bruta— solía decir, al poner la botella en la tabla.
—Yo también me voy a echar una. Y se iba y traía su cerveza Salva-Vida.
Entonces se acomodaba en un banco y comenzaba su plática. Me sorprendía su amabilidad algunas veces. Un interés inusitado. Un trabonazo en la sonrisa, un chasquido de dientes. Una tristeza que avanzaba atropellada en la comisura de su labio movido hacia abajo.
—Que este país es una mierda no es ningún misterio —decía. —Masa de perros y enfermos. Las noches para mí son el aceite de las putas. Los culos solo buscan un rebane, un apretón doloroso debajo de la falda.
Luego aparecía una mujer, larga como una estatua romana. Entonces detenía su plática, la miraba de reojo y me volvía a ver como buscando una disculpa. Su sonrisa entonces se ponía dolorosa mientras la muchacha se enroscaba en su brazo.
Luego el lugar se llenaba de ruido y la noche se alargaba en los alaridos de las conversaciones y la música. En una ciudad tan salvaje como esa, las noches eran efímeras. Había que escribir ahí mismo para que no muriera el instante.
A veces nos encontrábamos dos o tres poetas y fumábamos como suicidas hasta donde nos ajustaban los cigarros.
—Vamos a pelear para no morir esta noche —podía decir cualquiera. Y era tan efectiva y profética la poesía de ese tiempo, que justo en ese instante entraba un pelotón de policías y nos aventaba contra las paredes para registrarnos. El denso humo y el olor de la marihuana se transformaba para todos, entonces, en una bandera.
Sonreíamos. Quizás nuestros rostros de ese tiempo era nuestro mejor poema. Queríamos más. Queríamos que se armara el vergueo con los policías para montarles verga de una vez por todas.
Pero solo llegaban a chequear al dueño del bar que salía a dar la cara pálida, más pálida con su barba que ya no era gris sino blanca.
— ¿Van a querer algo señores? — les decía entonces a los policías, con el insólito coraje de un condenado. —Aquí todo es legal, —les decía. Al fondo, una rechifla daba inicio a la más evidente muestra de libertad de que hemos sido testigos en este país de mierda.
Daria lo que fuera por experimentar una noche así,una ves más, Dios mío, esta melancolía es demasiado fuerte.
ResponderEliminarHermosas palabras, sencillamente nunca volverá a existir un lugar así en esta ciudad.