Una colina en las afueras de Albuquerque
La colina
Por Jorge Martínez Mejía
Dejé la droga y me abandonó el sueño. Una parte mía desapareció para siempre, no volví a dormir. Me puse en tratamiento médico, pero ni con antihistamínicos ni con calmantes hipnóticos logré conciliar el sueño. Esmirriado y débil, decidí comprar un par de tenis y comencé a caminar, para cansarme. La primera vez caminé diez cuadras y regresé, sudado, pero sin sueño. La tercera vez logré salir del círculo de la ciudad y llegué a la cima de una colina. La brisa me dio suave en la cara y me quedé profundamente dormido. A las tres de la tarde, tres horas después, regresé. Me vi al espejo y vi mi cuerpo más ligero, y versátil. Me acostumbré a salir a caminar más temprano y a llegar más tarde a casa. Me duchaba, cenaba y dormía plácidamente. La colina se fue haciendo el sitio más agradable y familiar. En el camino compraba naranjas, bananos o mangos, frutas que engullía con voracidad. El sol de la tarde es el más sabroso, el de las tres treinta. Es suave, tibio y relajante. Lo tomaba hasta las cinco de la tarde. A esa hora el sol comenzaba a jugar alargando las sombras y desaparecía. Desaparecía del todo invitando para el día siguiente. Mi familia observó que estaba más moreno y relajado, franco y directo en mis expresiones. Una vez se me pegó una chica en el camino. Me preguntó hasta donde llegaba. Con alguna evasiva la alejé por temor a compartir la magia de la colina. El día siguiente llovió y no quise salir a caminar, no solo por la lluvia, sino porque temía que la chica volviera a unirse a mi caminata. El día siguiente a la lluvia volví a correr y llegué hasta la colina. La hierba estaba más verde y más suave. El sol tibio me abrigó durante más de tres horas, fue un sueño sin igual. Al despertar supe que no quería compartir el milagro de ser yo mismo con nadie.
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