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ODA AL PAISANO INEVITABLE: A propósito de la vanguardia en Nicaragua



Rubén Darío







Por Jorge Martínez Mejía




José Coronel Urtecho escribió en 1927, a los 21 años, el poema Oda a Rubén Darío. Se trata de una de las piezas literarias que marcan el inicio de la literatura de vanguardia en Centroamérica. Una oda es un poema homenaje, escrito para glorificar o enaltecer una figura. La Oda a Rubén Darío es, más que una lisonja o una exaltación del renovador de la poesía hispanoamericana, una carta de despedida, el recuento de la tensión que provoca una figura idealizada que no soporta el examen a la luz de la verdad del hombre existencial del siglo XX.

Se trata de una pieza en tres partes, con un carácter más elegíaco que apologético.

En la primera parte se puede leer un epígrafe de Rubén Darío que dice:

                                    ¿Ella? No la anuncian, no llega aún.


¿A qué trae a colación Coronel Urtecho esta expresión del ídolo de las letras de Nicaragua?  ¿Se trata de una forma nueva de la poesía que aún no ve llegar el maestro?
O quizás se refiera al ideal estético del modernismo, una especie de utopía, un horizonte inalcanzable. O tal vez sugiera el engaño de la poesía en el arte.

La Oda a Rubén Darío es una muestra de que ella, la nueva poesía, ha llegado, y ha llegado burlando su “león de cemento”, su figura convertida en un retrato vestido de emperador, bordado de palabras.

El planteamiento central de la primera parte muestra la tensión entre una fantasía irreal de la poesía de Rubén Darío, de cara a la necesidad de una poesía real, existencial, del nuevo momento presente. Esta tensión se muestra en las figuras:

“Tú sabes que mi llanto fue de lágrimas,
no de perlas.

Te amo.
Soy el asesino de tus retratos.”


En el siguiente verso, Coronel Urtecho utiliza la ironía para cuestionar el enajenante lenguaje modernista:

                        “Por vez primera comimos naranjas.
                        Il `n y a pas de chocolat -dijo tu ángel de la guarda.”

En el verso anterior destacan dos elementos. El primero hace referencia a “comer naranjas”, es decir, a comer la fruta viva, natural, a saborear la realidad propia; en contraposición del “chocolat” inerte, artificial y foráneo, que sugiere el “ángel de la guarda”. La segunda figura ironiza a Rubén Darío tutelado por un espíritu infantil de aire francés (el ángel de la guarda) por el uso de esa lengua como modelo cultural enajenante en contraposición de la “naranja” como símbolo de la cultura local nacional.

Habría que considerar en este punto el verso con que abre el poema:

                        “Burlé tu león de cemento al cabo”.

Se trata de que el poeta, finalmente, ha logrado librarse del tutelaje de la figura idealizada de Rubén Darío. Esa es la premisa. Luego va enumerando cada una de las causas de esa ruptura. Entre estas, el poeta relata una conversación onírica en la que solicita a su “maestro” Rubén Darío, ver al fauno:

                        “Por fin te dije: Maestro, quisiera ver al fauno”.

El fauno representa, para el joven poeta Coronel Urtecho, la necesidad existencial de la vida real, y esta no la encuentra en los poemas de Darío. El fauno también perfila la imagen que tuviera el primer Darío, el hedonista y amoroso de Prosas profanas, que parece haberse desvanecido.

Darío responde a la solicitud del joven poeta nicaragüense:

                        “Vete a un convento”.

Es una respuesta decepcionante que marca el tono místico y otoñal del último Darío, y, en el relato de Coronel Urtecho, la inevitable ruptura.

El joven poeta se estrella con una figura idealizada que se muestra ahora mustia y vacía, hecha de cartón piedra, de cemento, carente de vida.

Esta decepción, este vacío de la figura idealizada se contrasta, en los versos siguientes de la primera parte, con el caudal cultural del pueblo como único asidero posible de la nueva forma de expresión poética.

                        “Entonces comprendimos la tragedia”.

Para el poeta se trata de una tragedia que definitivamente debe encontrar un cauce, no importa el que sea, ni hacia a donde se dirija, siempre que se trate del caudaloso empuje de la naturaleza, de la vida, de lo real; entendido esto como la figura contrapuesta al oropel vacuo de los retratos y el arte de Rubén Darío.

Darío, como emblema de la poesía nicaragüense, para la nueva generación de poetas que decide ponerse a “la vanguardia”, ya no contiene la verdad, la verdad entendida como existencia real. Darío es un error, un ideal falso, un ángel de la guarda para niños, un fantasma equívoco que extravía el camino, el cauce de un pueblo cargado de vitalidad propia, de naranjas redondas y comestibles.

Hay, en el fragmento final de la primera parte, una referencia directa, una interpelación moral o filosófica a partir del verso:

                        “Tú que dijiste tantas veces “Ecce
hommo” frente al espejo
                        y no sabías cuál de los dos era
el verdadero, si acaso era alguno.”

La referencia aquí, indudablemente, nos instala en el uso que hace de la frase Friedrich Nietzsche, “Ecce homo”, “Cómo se llega a ser lo que se es”. Una reflexión en la dicotomía cristiana o dionisíaca, en la que el filósofo alemán, identifica al cristianismo con la negación extrema de los valores vitales, es decir en la condición postrada frente a la realidad de la existencia, en contraposición con el hombre nietzscheano, vitalista y poderoso.

La afrenta es brutal, es derribar “al león de cemento”. El señalamiento develiza a un Rubén Darío entretenido ante su propia imagen, en su fantasía de oropel, su “mármol bajo el azul de tus jardines”. Acusa la intencionalidad enajenante de su poesía, frente a la cual el poeta se pasea con su novia burlándose de sus cisnes, es decir, de su poética modernista.

El enorme valor de este fragmento reside en la osadía, en la audacia de Coronel Urtecho, porque Rubén Darío representa el orgullo nicaragüense, y su verso personifica la defenestración del monumento nacional. (Habían pasado apenas diez años de su muerte).

No es posible construir esta parte sin la convicción de asumir la responsabilidad de crear e instalar otra visión de la poesía y de la vida, en lugar de la de Rubén Darío. El compromiso del nuevo hombre consigo mismo y con la poesía, considerando la inmensidad de la figura Darío en Nicaragua, no tiene parangón.

Se trata, desde la mirada de Sigmund Freud, de haber alcanzado la mayoría de edad literaria, de haberse ganado la capacidad de “matar al padre”, de matarlo bien muerto, de manera definitiva, para que nadie continúe en el desvarío de seguirlo. De verlo de frente y lanzarle a la cara sus defectos, su fallo. Un proceso que se observa doloroso no en un verso, sino en varios. Desde el título, “Oda a Rubén Darío” se percibe la necesidad de mostrar su grandeza paternal, y la idea de que verlo en su error es “una tragedia”.

La otra línea, relacionada con la dolorosa empresa de “matar a papá”, es el tabú parricida, hacer lo prohibido requiere recuperar la esencia natural de la moral del pueblo. Asumirse nuevo Pater.

Darío representa un orgullo que se sostiene en el afán aristocrático de reconocimiento extranjero de las élites nicaragüenses, un anhelo que desprecia la imagen del pueblo en su representación cultural mestiza, mezcla del indígena y del hijo huérfano del conquistador español.

La Oda a Rubén Darío es un poema que confronta al modernismo y representa de manera significativa la persistente dialéctica cultural de Centroamérica, manifiesta en la oposición de lo nacional y el tributo a lo europeo.

En la segunda parte del poema, puede observarse de entrada un tono polémico, sugerido por la alusión musical del acompañamiento de tambores, aunque respetuoso de la figura de Darío.

Desde el primer verso, indica una ruptura con la armonía melódica de la poesía dariana, ruptura que el poeta ha logrado a fuerza de “puñetazos en las orejas”.

En la segunda estrofa de la segunda parte, Coronel Urtecho reconoce a al “maestro” su calidad de libertador en la poesía. Lo sitúa en la línea genealógica de la poesía castellana recogida en El cancionero de Baena, una alusión a la recuperación efectiva del octosílabo de la poesía provenzal utilizada en su poema “El clavicordio de la abuela”.

Coronel Urtecho exclama:

                        “Libertador, te llamaría,
                        si esto no fuera una insolencia
                        contra tus manos provenzales
                        (y el Cancionero de Baena)
                        en el “Clavicordio de la abuela”.

La vanguardia reconoce los logros liberadores de la poesía de Darío, y en difícil valoración porque, si bien importó formas francesas, también recuperó antiguas formas españolas, tan antiguas como el Cancionero de Baena y la poesía provenzal.

Se trata de una mirada escrutadora, no tanto del estilo del poema “Clavicordio de la abuela”, sino de la deuda a un mismo origen histórico en la poesía castellana, antepuesta a la vez  a las formas de origen parisino.

En la siguiente estrofa, Coronel Urtecho produce una ficción para acentuar este reclamo:

                        “La Abuela se enfurecía
                        de tus sinfonías parisienses,
                        y los chicuelos nos comíamos
                        tus peras de cera.
                        (¡Oh, tus sabrosas frutas de cera!)

La alusión al malestar de la Abuela se corresponde con la de una cultura mestiza nativa ofendida por el afrancesamiento dariano; y las “frutas de cera” se contraponen a las naranjas vitales. Una clara insinuación a la falta de vitalidad de la poesía de Darío, como si se tratara de un embuste que comían los chicuelos, incluido el mismo Coronel Urtecho, si recordamos al “yo mismo cuando iba a la escuela”.

El engaño queda debidamente expresado en:

¡Oh, tus sabrosas frutas de cera!

En resumen, hay un encarnizado apasionamiento al observar con nostalgia el desdibujamiento de la imagen de Darío.

                        “(¿Por qué has huido, maestro?)
                        (Hay unas gotas de sangre en tus tapices).

Darío está muerto, el hombre ha sido herido y su sangre aún es la huella de un ideal indefinido, ajusticiado.

La segunda parte cierra señalando, en un tono coloquial, como si se tratara de una conversación trivial, que:

                        “¿Rubén? Sí, Rubén fue un mármol
                        griego.  (¿No es ésto?)

El énfasis en el señalamiento “¿…ésto?” nos muestra ¿la consumación del acto parricida? Quiso ser mármol, es mármol, arte, pero piedra muerta.

El cierre del poema, en un último verso con fondo de pito, es un desplante de arrogancia, un desprecio en el sentido original de la palabra. Rubén Darío no es más que un coterráneo, un vecino, un “paisano inevitable,” “un bombín que se comieron los ratones en mil novecientos veinte y cinco”.

Ya en El poema del otoño, publicado en 1910, Darío da muestras de un agotamiento estético y vital, reseñado por Leopoldo Lugones en su encuentro con él en París.

Para 1927, once años después de la muerte de Darío, una nueva y robusta poesía había nacido para Nicaragua, ya sin la enorme figura del centauro. Salomón de la Selva, José Coronel Urtecho, Octavio Rocha, Joaquín Zavala Urtecho, Pablo Antonio Cuadra, Luis Downing y Joaquín Pasos, recogían las cenizas frescas y comenzaban la tarea de escribir las nuevas letras de Nicaragua.

La atractiva irrealidad artificial y foránea modernista había muerto.

















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