Dos piezas de "Dispersión", del artista hondureño, Léster Rodríguez
Los trabajadores tienen no solo el derecho sino también el deber de
pelear por captar y desarrollar su propia inteligencia con sentido de clase.
José “Pepe” Mujica
Es fácil señalar que el marxismo se quedó
petrificado en categorías que no encajan en la realidad de América Latina, decir
que responde a una colonialidad eurocéntrica, inaplicable a nuestras realidades.
Probablemente sea más fácil hoy que antes, hoy que las epistemologías del sur
irrumpen con absoluta justicia en un mundo hegemonizado por occidente o, mejor
dicho, hegemonizado por las naciones burguesas de occidente en una globalización
cultural sin precedentes. Por eso, nos encontramos en complicidad con Pepe
cuando afirma que: “Nos equivocamos en no
darle valor al peso que tiene la cultura real. En realidad, una sociedad, si no
tiene cambio cultural, no cambia. Los cambios culturales son más costosos que
los cambios materiales”.
Tal vez no fue que nos equivocamos, sino que las
categorías ortodoxas del marxismo nos impedían vernos a nosotros mismos en una diferencia
que, desde el marxismo, requerían homogenizarse, uniformarse para avanzar, como
un monolito, hacia una sociedad “del futuro”. No se trataba de construir una “inteligencia
de clase”, sino de construir una “clase social política” desde la teoría. Lo
cuestionable, no del marxismo, sino de la miopía de sus promotores en nuestros
espacios culturales, fue que se llegó a la subvaluación de la cultura
colocándola como un apéndice de la economía. La alegoría de la pirámide social
se convirtió en el estandarte que, en el fondo, nos invisibilizaba en nuestras
propias identidades locales.
Decía
Lenin que "Las clases sociales son grandes grupos de hombres que se diferencian
entre sí por el lugar que ocupan en un sistema de producción históricamente
determinado, por las relaciones en que se encuentran frente a los medios de
producción (relaciones que las leyes fijan y consagran), por el papel que
desempeñan en la organización social del trabajo y, por consiguiente, por el
modo y la proporción en que perciben la parte de la riqueza social de que
disponen. Las clases sociales son grupos humanos, uno de los cuales puede
apropiarse del trabajo del otro por ocupar puestos diferentes en un régimen
determinado de economía social".
Lo dice Lenin, quien logró articular y convertir el
discurso marxista en una realidad concreta, en el corazón de una de las
sociedades más atropelladas por la desigualdad en el mundo.
En este punto, vale decir que la visión dialéctica del
marxismo sigue teniendo vigencia como herramienta para conocer las diferentes
realidades a las que nos enfrentamos y con las cuales vemos la desigualdad en
América Latina. Nuestra inteligencia diversa, articulada desde las distintas posibilidades
del ser en el centro y el sur de América, de sujetos a la misma condición
histórica de confrontación con el imperio del capital en nuestro propio
terreno, nos debe permitir una visión emancipatoria no solo de clase, de
proletariado, sino desde la pluralidad que implica el ser en condición de
desigualdad en cada una de nuestras naciones. Es más, la visión de nación, de
esa “nación”, liberal republicana, no puede ripostarse desde la ortodoxia
marxista, requiere la recuperación de una teoría liberal, particularmente de la
soberanía, que en nuestros territorios sigue siendo revolucionaria, frente a
una colonialidad anquilosada, feudal y apátrida. La noción de patria, (algunos
y algunas en Honduras decimos “Matria”) nación y soberanía, sigue siendo la
prioridad política. La construcción de una nación no solo desde las
pluralidades de civilizaciones que coexistimos en nuestro territorio, sino desde
la inteligencia obrera, que implica una ética revolucionaria desde la teoría
marxista, que, a mi entender, sigue siendo vigente, no solo como estandarte,
sino como mira hacia la conquista de una sociedad equitativa, que coloca al ser
humano por sobre el capital.
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