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PELANDO GATOS







Por Jorge Martínez Mejía


Quizás el olor a muerto entró por la ventana y le dio en la cara. Era un olor horrible, difícil de ignorar, pero fresco, vivo, como de algo recién muerto. Se levantó de la hamaca en la que estaba tirado con las piernas descolgadas, y abrió la puerta para husmear de dónde venía el olor. Olisqueó hacia arriba y hacia abajo de las gradas y no miró nada. El olor venía de otra parte. Entró nuevamente y anduvo estirando la nariz por cada rincón. Fue hasta el baño, pero ahí se perdió completamente la fetidez. Volvió a ver sobre la alargada ventana rectangular en la parte alta de la pared blanca, y una de las portezuelas de cristal estaba abierta. Se acercó aspirando enormes chorros de aire para detectar el tufo, se subió a un banco de madera y descubrió que ese era el punto por donde entraba el olor a muerto. Era un gato sin nombre, con un hueso de pollo atravesado en la garganta. Su hocico permanecía abierto dejando ver una infección infernal de la que manaban hilachas pútridas y una asquerosa imagen aborrecible hasta el asco. Se sintió mareado al ver aquella cabeza fea, el gaznate abultado, los ojos verdes a punto de saltarle de las cuencas bordeadas de pelo amarillo; el maullido atroz, como un chirrido de latas, y el horrendo hilachero de babas. Pero, por paradójico que parezca, al contrario de bajarse del banco, se enderezó y solo se tapó la nariz con una mano mientras acercaba sus ojos al horripilante gato medio muerto que lo miraba fijo y lastimero.

Cerró la ventana y se bajó del banco sin darle importancia. Ya había visto al gato merodear antes por las pequeñas terrazas de los apartamentos adyacentes a esa pequeña ladera de piedras de Tegucigalpa.

La tarde que decidió matarlo venía un poco agitado. Metió su motocicleta en el garaje colectivo y se subió la visera del casco. Abrió el portoncito de hierro y comenzó a subir a trancos las gradas de piedras de colores, ya casi llegaba a la puerta de su apartamento cuando el hedor se le acercó por el lado derecho. Vio al gato bajando por una pequeña escalera y no supo de donde le salió la cólera. Se arrancó el casco y se lo lanzó. El gato brincó sin mucho esfuerzo y esquivó el golpe, retrocedió y subió nuevamente la escalera que daba a las pequeñas terrazas. Unos vecinos abrieron sus ventanas pensando que alguien se había caído en las gradas. Él recogió el casco y volvió a ver hacia la parte alta de la escalera, pero ya el gato había desaparecido. Le molestó haber hecho el ridículo delante de sí mismo, pero siguió subiendo los escalones. Abrió la puerta de su apartamento, puso el casco en una mesita y entró de una vez a quitarse zapatos, pantalón y camisa. Buscó sus pantuflas debajo de la cama, se las puso y se fue a encender la televisión para ver las noticias. En la televisión daban el estado del clima, una mujer elegante con un vestido de flores rojas, pequeñas, se movía despacio en el plató señalando las imágenes digitales de siete pantallas virtuales. Un golpe seco en la puerta lo sacó del trance de imaginarla caminando descalza en la arena blanca de una playa. 

—¿Quién es? —preguntó. Se levantó y se fue al dormitorio para ponerse una calzoneta. Encontró un pantalón cortado por las mangas y se lo puso. Luego fue a abrir la puerta. No era nadie. —Esos cipotes culeros — dijo para nadie, y algo le recordó al gato que había visto al llegar. Entró nuevamente por las llaves y salió con su camiseta de tirantes, su pantalón cortado y sus sandalias. Bajó las gradas de colores y subió por la pequeña escalera en la que había visto subir al gato. Lo encontró en un rincón de la pequeña terraza, estaba echado de lado, con la enorme cabeza inflamada colocada sobre una de las patas. Se acercó y el desprecio que sintió por la tarde se disolvió. —Se está muriendo —se dijo. Sin pensarlo más, regresó a su habitación, se puso unos guantes amarillos de fontanero, tomó una bolsa de bramante y un pedazo de carne. 

Ya la noche había caído y la lámpara de la viga de hierro estaba encendida con su luz mortecina. Una vecina abrió la puerta en el momento que él bajaba, pero él no la saludó. La señora volvió a cerrar la puerta. Él balanceaba en una de sus manos la bolsa y en la otra escondía el pedazo de carne. Regresó donde estaba el gato. Le hizo cuchicheos para que se acercara mientras le mostraba el pedazo de carne. El animal no se movía. Se acercó un poco más y la fetidez comenzó a subir. Le volvió hacer cuchicheos, pero el gato seguía inmóvil. Luego le hizo un silbido suave deslizando el aire entre los dientes y el animal movió la cola, la sostuvo erecta un momento y luego la dejó caer con suavidad. Él volvió a ver hacia el cielo y pensó apresurarse porque se hacía tarde. Le silbó nuevamente y le acercó el pedazo de carne casi hasta tocar su hocico. A esa distancia ya contenía la respiración porque el hedor a muerto era insoportable. El gato reconoció en sus ademanes algún rasgo de amistad porque con esfuerzo se levantó para tomar el trozo de carne con su trompa inflamada. Él retrocedió un poco y el gato lo siguió. Cuando ya estaba al alcance, le tiró el trozo de carne y sin transición le tiró la bolsa encima. Lo metió de una vez y amarró la bolsa. El gato comenzó a retorcerse adentro y a aullar en un atropellado ruido ronco. 

Un viernes por la tarde, ya descansaba con su pantalón cortado y su camiseta de tirantes, sentado en una de las gradas de piedras de colores. Había otros dos hombres con él y escuchaban música norteña. Reían y platicaban sobre armas, sobre el partido del Barcelona y el Real Madrid, sobre las calles en mal estado y sobre la música norteña. Por las gradas de arriba asomó una gatita blanca con un corbatín rosado atado al cuello. Pasó entre los dos hombres amigos y se fue a acurrucar entre las piernas de él. Los amigos se miraron entre sí al verlo remilgado, sin querer tocar a la gatita a la que tiró un poco avergonzado. —Ese look de la gatita te luce —le dijeron y rieron un buen rato con eso y siguieron platicando. Pero él no lo olvidó. Se puso a pensar de dónde había salido la gata porque antes no la había visto. Tal vez algún vecino nuevo se había mudado mientras él andaba en el trabajo. 

Al día siguiente por la mañana, camino al trabajo tocó la puerta de la vecina que siempre abría cuando escuchaba el ruido de sus pasos y sus llaves. —¿Hay algún vecino nuevo? —le interrogó. La vecina le dijo que hacía como tres meses no se había pasado ningún nuevo vecino, que los últimos eran tres hermanos uruguayos que estaban en el apartamento de arriba, —el más grande —­le dijo. Él volvió la vista, hacia el lugar donde la vecina señalaba estirando los labios. Pensó que tal vez ellos tenían una gatita. —Es que como uno ni pasa aquí —le dijo, —ni cuenta nos damos si han llegado nuevos inquilinos. 

Cuando regresó de trabajar estuvo parado en la puerta para ver si asomaba la gatita. Jugueteaba con el manojo de llaves haciendo un ruido rítmico. En una de sus manos le faltaba el dedo meñique. Una muchacha trigueña de sonrisa limpia lo saludó y conversaron un momento. La muchacha le contaba que iría de vacaciones a su pueblo en el sur del país. —Debe estar perro el calor allá—le dijo. —Pero solo voy por una semana —le respondió ella. Cuando la muchacha ya iba subiendo las gradas, la gatita asomó. Él entró a buscar algo a la cocina y volvió con un trocito de carne. La gatita bajó despacio las gradas sin dejar de ver la mano al hombre. Era una gatita tinkerbell de bellos ojos negros bordeados de azul claro. En una de sus patas tenía un intenso lunar negro que le cubría toda la almohadilla. Él se acuclilló y le acercó el pedacito de carne mientras la embelesaba tocándole el cuello y la espalda. La tomó en los brazos y entró a la habitación para meterla en la bolsa de cáñamo. La ató con dureza y luego bajó con dos bolsas, en la otra llevaba unas botellas vacías de cerveza.




El siguiente fue un tiempo de gatos. Parecían convocados por una fuerza especial, como invitados a la última cena. Al menos unos diez gatos deambulaban por los techos, bajaban o subían las gradas. Maullaban frente a las puertas pidiendo un bocado. Se metían a los pequeños apartamentos y asustaban a los vecinos durante la noche con sus orgías. No se sabía si lloraban, reían o morían de placer. Amanecían atrapados en las pequeñas verjas de las ventanas, saltaban de uno a otro lado de los techos. Caminaban por la cuerda floja de los cables del internet. Las niñas y los niños fueron más felices esos días, los arrullaban, se los pasaban por la cabeza o les daban pequeños puñetazos. Los empezaron a conocer por sus distintivos pelambres, el que tenía un ojo azul y el otro verde, el gato negro, la gata gris de trompa negra, la tigriada, el gato gordo, el tullido, el renco, el de la cola corta, el juguetón, el saltarín; en fin, los gatos eran llamativos. 

Una mañana, un gato amarillo mostaza, gordo y lanudo, apareció electrocutado en el alambrado de la viga de hierro de la lámpara mortecina. Nadie supo cómo llegó hasta allá porque no pudo haber volado. Ese mismo día por la tarde, el hombre bajó hasta las gradas del apartamento de la vecina que siempre abría la puerta cuando él pasaba, para preguntarle si tenía algo de comida que le vendiera. Se sentó a la entrada de la puerta mientras ella le traía un par de burritos de carne con frijoles y huevo. —¿No han venido a bajar ese gato? —dijo, como para comenzar a tratar el asunto. —Dicen que tienen que conseguir una escalera grande —le respondió ella. —Es peligroso porque son los cables de alta tensión. Mañana van a venir —dijo ella. —Es que se han alborotado todos los gatos —­le comentó reflexivo él. —Con los gatos no hay que meterse —le dijo ella—­ son espíritus, tienen siete vidas. Él se quedó pensativo. —Es mentira que tienen siete vidas —dijo­—. Solo tienen una, y una no es ninguna. —Uno no sabe ­—le respondió la voz, desde adentro del apartamentito. —Nadie mata siete gatos, —escuchó que le dijo. Entonces la vecina salió a ver al gato muerto, reseco, que pendía de los hilos de metal. 

Esa mañana llegó temprano a su trabajo. Firmó la planilla de entrada. Ahí le dijeron que el alcalde municipal andaba de visita desde las siete y treinta. Eso lo asustó un poco porque no era común que el alcalde llegara hasta esas dependencias y menos a esas horas. Él trabajaba en la Policía del Juzgado Municipal, una dependencia directa de la Alcaldía. El Juez de Policía era un amigo muy cercano al alcalde y él estaba encargado de la seguridad personal del juez de Policía, quien en ese momento no se encontraba en su despacho. 

Pensó sentarse en su pequeña silla mullida de espaldar cuando entró a su cubículo el otro guarda de seguridad del juez. —Te anda buscando —le dijo el otro. —Allá está en la bodega de decomisos con el alcalde. Entonces él agarró su casco, que ya había puesto en una mesita, y se fue con el otro donde estaba el juez de Policía y el alcalde. Al entrar a la enorme bodega estaban el alcalde, el juez de Policía y dos muchachos más, bastante jóvenes y con aspecto militar, pero vestidos de civil. Él pensó que había fallado en algo y que seguramente lo despedirían, porque la escena era totalmente inusual. Pero no se trataba de eso. 

—Aquí está el tigre del que le hablé, —dijo el juez, dirigiéndose al alcalde y poniendo la mano en el hombro del hombre del casco. El alcalde le hizo una seña a los otros y estos se movieron hacia la puerta de la enorme sala en la que se podían ver algunos promontorios de zapatos, ropa, juguetes, petardos, balones de plástico; en fin, productos del mercado callejero que había sido decomisado en los barrios pobres y en los mercados populares. 

Cuando los otros se apartaron, el juez de Policía se le puso en frente y sin soltarle la mano del hombro le dijo: —Quiere que le pelés un gato y sin que nadie maúlle.

Dos días después estacionó su motocicleta en la dirección señalada. Caminó unos treinta pasos y dio con una pequeña casa sin cerca, con un modesto jardín de helechos, rosas, un napoleón y una palmerita de coco. Las casas de los lados tenían tapial y verjas. Un raro olor a orines subía en vaharada confundido entre el olor de las rosas y la humedad. Subió hasta la acera que hacía de porchecito y sonó la puerta con tres golpes secos. Del otro lado se levantó a abrir un joven de unos veintitrés años. Sin quitarse el casco le dijo: 

—Vengo a pelar un gato.

Cuando retornó a su casa en la ladera de piedras, entró, se quitó pantalones, camisa y zapatos y se puso las pantuflas de estar. Al momento lo llamaron por teléfono y a todo respondió: —Afirmativo.

Detrás de la ventana rectangular que estaba en la parte alta de la pared blanca, había tres gatos husmeando y maullando. El hombre abrió la mochila que siempre llevaba al trabajo y extrajo una pistola. Le sacó el cargador. Limpió la pistola con un paño azul claro de terciopelo. Era una Rugger 9 milímetros, de cacha y cargador negro. Luego tomó el cargador y de una canastita llena de proyectiles tomó seis y se los puso. Finalmente guardo el arma y encendió la televisión. 

Estuvo viendo los programas de noticias. En uno de ellos se reportaba desde la morgue judicial que “Al joven que fue asesinado a eso de las seis de la tarde aún nadie ha podido identificarlo y ya se encuentra en la morgue después de los peritajes correspondientes”. En otro noticiero decían: “El joven asesinado hoy en horas de la tarde es de piel trigueña clara, de contextura delgada, aparenta 22 a 26 años de edad. Al momento de su muerte vestía una sudadera negra, un pantalón rojo para dormir y unas sandalias grises”. 






Tomó el control remoto y apagó la televisión. Se levantó de la hamaca y se fue a abrir la puerta. Frente a su puerta, casi viéndolo, dos gatos, uno negro de ojos brillantes y otro gris, peludo y de cola ondulada. Dejó la puerta abierta y entró a poner música y empezó a sonar “Voy a bendecir tu nombre”, una balada norteña de fuertes trombones. Le bajó un poco el volumen y se fue a la cocina. Cortó en trocitos un chorizo embutido y lo puso en un cartón y luego puso el cartón en su salita de estar. Se subió a la hamaca con las piernas descolgadas. Se cruzó las manos por detrás de la cabeza y se empujó suavemente con uno de los pies para balancearse. Un ronroneo suave debajo de la espalda lo despertó. Los dos gatos se habían comido el choricito y se desperezaban a punto de echarse. Se volvió a empujar con suavidad y contó veinticinco movimientos hasta casi quedar quieto. Se levantó despacio y fue por la bolsa de cáñamo. 

Casi a las diez de la noche fue por unas cervezas a la tiendita de la esquina. Un grupo de jóvenes tomaban cerveza y comían carne asada en la esquina de la tienda. El humo que salía del anafre era azul, pero se hacía gris al subir un poco. Él los miró con interés un momento y luego recibió sus cervezas y una cajetilla de cigarros. Cuando venía de regreso pensó que ellos la pasaban tranquilos, pero que a él no le gustaba la música rock. 

Llegó a su departamento, destapó una cerveza y la vertió en un tazón de vidrio transparente y se puso a beber frente a su puerta, sentado en una piedra rosada que hacía de grada. Al fondo podía verse la ciudad de Tegucigalpa con sus miles de lucecitas rojas, azules, amarillas y verdes. Solo se movió de ahí para ir a cargar nuevamente su jarra de cerveza. Estuvo tomando y escuchando su música hasta que pasó la muchacha trigueña de sonrisa limpia.

—¿Y cuándo se va? —Le preguntó él, al pasar ella cerca. Era una mujer de unos veintiséis años, de piel trigueña, pelo negro y rizado, los ojos achinados; su carita redonda sonreía y a él le daban cosquillas en alguna parte de su costado izquierdo. 

El viernes salgo —le dijo.

¿Pasado mañana?

Sí. Sólo voy a estar unos días donde mi abuela —le dijo.

Yo voy para allá también —le dijo él. Unos tres días, regreso el lunes. Ahí vea si nos vamos juntos y se ahorra el pasaje. Y así quedaron de acuerdo.

En el complejo de apartamentos donde vivían ambos, había unos veinte inquilinos venidos de distintos lugares del país y de otros países. Era una preciosa pendiente de piedras de colores sobre la cual habían construido unos apartamentos de regular tamaño y por un buen precio de renta. Él tenía unos siete años de vivir allí, era el más antiguo. 

Enfrente de donde él vivía, vivía otro hombre ya mayor. Este siempre salía muy bien vestido, es decir, muy formal con su pantalón de tela y su camisa de mangas largas abotonada hasta el cuello. Su pelo húmedo de gelatina, su corte y peinado muy bien definido y muy varonil. Zapatos negros bien lustrados. Nunca se le miró sacar una bolsa de basura para llevarla al botadero común. Tampoco se conocía como sonaba su voz porque a nadie le hablaba. No saludaba, ni pedía permiso al pasar, prefería esperar a que se disolviera el obstáculo de personas para seguir su paso, ya sea bajando o subiendo las gradas a zancadas pequeñas y calculadas. 

Esa noche, cuando la muchacha de sonrisa limpia se había ido, el hombre callado salió de su apartamento con una bolsa negra en la mano. Su perfume dejó un agradable halo que se dispersó en el instante que trancó la puerta con doble cerrojo. —Otro enfermo —dijo él, casi en un susurro, mientras se empinaba su jarra de cerveza, y se metía a cargarla de nuevo.

Al día siguiente no fue a trabajar. Se despertó tarde, se bañó, se puso un pantalón de dril azul desteñido, una camiseta de gruesas rayas rojas y azul oscuro. Fue por su motocicleta. Ya en ella se puso el casco y sus gafas oscuras y se fue tronando la moto por las pendientes y los bulevares de la ciudad.

Al día siguiente se encontraron la muchacha de la sonrisa limpia y él en las gradas de piedras de colores, frente al apartamento de la vecina que siempre abría la puerta cuando él pasaba. Ella venía con una pequeña maletita que se ajustó a la espalda. Él no llevaba equipaje, solo una mariquera ajustada por la cintura. 

—¿Van de viaje? —preguntó la vecina. —Sí —respondió la muchacha. —Aprovechando el viaje de él, —le dijo. 


En el camino platicaron con algún esfuerzo por el impacto del viento. 

—¿Se fijó que ya no hay gatos? —le dijo ella, pegada a la cabeza de él para que la escuchara. —¿Ya se fueron? —preguntó él, intrigado. —Sí —dijo ella— apretándose contra su espalda en una curva. La carretera en las afueras de la ciudad estaba limpia de tráfico. En una de las curvas, por un instinto natural de conductor, vio de reojo hacia la derecha y creyó ver, en una piedra blanca, sentado en sus patas traseras, a un gato negro que saltó y cruzó de improviso. Él dio un pequeño viraje para aplastarlo, pero mantuvo sus puños firmes en el manubrio para esquivar al camión que ya venía rebasándolo. 

Se imaginó rodando con todo y la motocicleta, enredado entre las llantas y el chasis del camión. Y recordó a la vecina que siempre abría la puerta cuando él pasaba, diciéndole: “Nadie mata siete gatos”.




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