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Mostrando entradas de octubre, 2016

Célibes dioses pordioseros

Por Jorge Martínez Mejía Siempre hay un infierno en cada paraíso. Hay un infierno que nos llama, que acaricia desde su órbita, de lejos. ¿Nos quedaríamos indiferentes si en verdad la vida fuera en ello? Digamos en la tumba. Digamos que nuestro amor a las palabras se dilapidara solo por afán del puto cuerpo. La gran dicha del poeta muerto es estar vivo en los periódicos. ¿No quedamos en que la alabanza es una mierda? ¿No quedamos, separados de todo, fungiendo al final como verdaderos ángeles caídos, junto a Rimbaud o Baudelaire, o el mismito Lautréamont transmutado en Papasquiaro, en que es preferible quedar ciegos de palabras antes que vernos como célibes dioses pordioseros? Y debés saber, vos, hijo de puta, vos, el pordiosero, que más valía no haber dicho nada, no haber creído en la poesía, que el cielo es azul porque lo hemos establecido. Una hoja filosa también para vos, hijo de puta, ternura de la crápula. Una hoja crujiente para tu catedral de mierda. ....... Imagen

Tres maneras de decir ¡Maldición!

Imagen de Yorch Martínez Por Jorge Martínez Mejía En este país donde la literatura no existe, yo fui el escritor que cometió todos los errores. Me hubiera gustado imaginarlo mejor, construir personajes capaces de vivir de verdad, de mover el cimiento al mejor crítico, es decir, crear una vida en la literatura, pero eso no fue posible. Mi mayor error fue imaginarme como escritor, creer que era capaz de escribir algo artístico, valioso. No me pasó lo de Montano, en la novela de Vila Matas, no fue miedo a imaginar ni a escribir. Otro error fue creer, después de echarme el cuento de escritor, que la literatura es un invento inútil. En fin, me hubiera gustado contar una historia imaginaria que lograra instalarse en la vida como algo vivo. Un relato real, como una nota periodística de un suceso verdadero que lograra filtrarse en la vida con autonomía. Que se escamoteara entre las librerías y espantara la modorra de esos viejos lectores esp

Amante diluviana

Rene Magritte, El Castillo Por Jorge Martínez Mejía Mi amorosa amante diluviana trae su resplandor por la mañana. Esta no es la capital de ningún país, es la capital de las ventanas. Con astucia me deslizo entre amasijos de signos blandos, cómicos y horribles. Ayer abrieron de tajo la calle del Guanacaste y se pudo ver la tripa pública y las piedras negras en el corte. La atractiva hediondez era perfecta. En la notable incisión rectangular, pactados por cultos expatriados y apátridas nativos, podían verse trampas, caparazones, fábricas de alambre, caramelos de leche falsa, rieles de oro de futuros tranvías, limusinas y vertiginosos mazazos en la nuca. Un viejo trabajador, sin guantes y sin nada, atado a una enorme y gruesa cuerda, atizaba la oscura ratonera: –¡Dale duro, dale, dale, dale, dale! ¡Que salga la puta, que salga de una vez por todas! –¡Más duro, más a fondo! ¡Más, más más…! –¡Ahí, ahí está…más a la derecha, un poco más a la derecha y