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Las causas perdidas es una de las producciones literarias que marcan una definitiva ruptura en
la nueva poesía hondureña. Se trata de una colección de poemas en prosa con
carácter auto testimonial del poeta Jorge Martínez Mejía.
En Las causas perdidas, ha realizado un giro radical en la construcción
de su poesía en relación a su obra anterior Papiro, pero sigue siendo oscura
cuando es más íntima, más dolorosa; y un poco transparente y coloquial cuando
se acerca a lo cotidiano. Más cercano ahora a la biografía urbana, a la
vitalidad poética de su entorno. Una nueva faceta de una de las voces poéticas
más importantes de Honduras en los
últimos tiempos.
LAS CAUSAS PERDIDAS
Quiero vivir como si mi tiempo fuese ilimitado. Quiero recogerme,
retirarme de las ocupaciones efímeras. Pero escucho voces, voces benévolas,
pasos que se aproximan y mis puertas se abren.
Rilke
Desnuda otra vez
Tal vez ahora en la ola naranja, sin la huella nórdica, sin el nombre,
sin la sombra, desnuda otra vez; miles
de pájaros y jardines diminutos atraviesan un bosque. No será claro el
deshielo, la terraza y el atuendo blanco sobre tus pasos. Alzabas una joya
desde el suelo. Las hojas vecinas, la arena, el gigante amarillo cerrando un
ojo a la noche, tu labio. Un dolor desde el tiránico esternón del sueño, las
peregrinaciones hacia el mar. Mi Princesa, tú me andas perdido y dulcemente me
desdicho a tu hora.
Persiana gris
La espléndida rata besa mi persiana gris, mi tumba. Para mi orgullo
murmuro una caricia, una lluvia que se alza mil veces maldita. Nadie vino a
este sitio a saborear la cólera. Reclamo para la vida una hoja filosa, una
línea trazada en sigilo por los siglos, una hoja filosa. Un canto a la esclusa
me haría bien a esta hora hecha para la deformidad, para el lujo, para el vaho
sinuoso de los poetas y los muertos. Una hoja filosa también, Princesa mía,
para el amor.
Te lo digo trigo
No escucharé mi voz y tardaré cientos de aves y bohemios tras la
desnuda bóveda. Te lo digo trigo, en la senda del día mi paso sobre la hierba
sin otro afán que el viento soñador, fresco. La nada, con su vespón feliz; por
fin sacra, sin idea, viéndome venir desde mis pies a mis brazos. Y todo por
aquella ternura que una vez bebimos, muertos e infinitos. Mi Princesa, lejos
entonces.
Un zapatazo en el pecho
En la boca un susurro tibio antes del beso, un cielo ocre con orla y
árboles para volver a besarte. Y te escuchaba cerca, también lejos, pero cerca.
Me iba en mi zapato con agujero ideal, negro. Y sobre el muro, para sentirte,
desgranaba un verso de Becket, un zapatazo en el pecho, un timochenko. En medio
de las sombras, Princesa, rimaba tu nombre, riéndome, muerta para mí.
Sólo es alta mi voz, no la poesía
Princesa mía, una noche sin odio. Una noche, la luciérnaga y su furia
en un rosal debajo de las hojas. Tu nombre tal vez bajo un prado dibujando una
ardilla verde, una niña de rizos. Este hombre, me habrías dicho, tiene un
dominio en mis ojos negros, germanos y tristes; este hombre, me habrías dicho,
noble sobre una terraza gris, me llevó
de la mano.
Sin voz te canto contra mí, mi propia fábula…y sólo es alta mi voz, no
la poesía.
Y todavía desnuda
Aquella noche, vista en mi habitación, cientos de mujeres se desnudaban
desdichadas. Pequeñas tiranas o forasteras mayores, princesas, sultanas de
barrio o de bosques amarillos, mucamas descalzas y jóvenes madres peregrinas.
La ninfa de labios naranja de un edén
suavemente podado, una pecata minuta que soñara veinte años antes, aún
más bella desde el musgo o en un prado. La giganta de enormes torreones bajo
las sábanas. Aquella noche, mis causas perdidas en la linde de la sombra
desnudaban sus joyas lejos del mar. Pero tú eras una dama en la terraza gris,
soberbia y gris terraza, contigua a una
avenida sin nombre. Tú eras, Princesa, sin descanso, mi más oscura
causa. Y todavía desnuda.
Otra lápida de olvido.
Hoy, turbio y último en despertar en mi honda tumba reforzada con doble
lápida sin epitafio, me he acodado frente a ustedes con el enorme miedo
subterráneo. A una distancia idiota me
han visto registrar la caja de cartón que arrastraba uno de mis hijos. Sin
interés la he visto, está vacía. En derredor, en el monstruoso fango del viejo
cuchitril, mi hijo me ha juzgado, échate en ella- me ha dicho- quizás el abismo
verde te viene bien, o el fango negro. No te ilumines, la noche viene desde el
rincón oscuro de la bóveda. Cuida de que en tu cloaca, en tu salón sin fin, se
acomode el silencio y tus pequeñas bolas de periódico. En ti pondremos otra
lápida de olvido.
Un poeta, un escritor siempre se
alimenta de su vida
Un poeta, un escritor siempre se alimenta de su vida, me dije hace
veinte años, cuando llegué a presentarme como inventor de un libro que sólo yo
puedo vender. Me miré tan lúcido, sobrio y sabio, venido de una oficina limpia,
de un campo florido, gentilhombre. Le ofrecí el libro Papiro a Jorge Martínez y
el me ha visto con una alegría inocente, como si le hubieran entregado una
clave divina. Me he autografiado el libro y me he dicho en la dedicatoria
"A Jorge Martínez Mejía, quien soy yo hace veinte años, este legajo de
poemas, para que no se olvide de su causa".
También se alimenta de
escepticismo, me respondí inesperadamente. Pero debes consagrarte a la zozobra,
a la posibilidad de que ni yo mismo te lea. Y salí despacio, como otra parte
mía que se va sin saber en la práctica cómo.
El mecenas de los poetas ebrios
Me dispensé la literatura como un ladrón de la comedia humana. Hurté la
ciencia y el mal en un magnífico volumen, durante una noche que tropecé con la
cabeza de un viejo parecido a Baudelaire. Escribí mi primer Góngora a la orilla
de un pueblo de mineros donde los niños nos hicimos hombres a los catorce años.
Fui el mejor bebedor, el mecenas de los poetas ebrios. Una mujer me besó en la calle de los burdeles para asombro de la
muchedumbre. Estuve encerrado en una prisión antigua y los reos me elevaron en
hombros gritando mi libertad. He vivido sin retirarme y sin renunciar a mi
nombre ni a mi causa. Un día volveré
desde el fondo de mi tumba para tomar mi puesto.
Los fogoneros
Ninguna rosa se abre ni repica
campana alguna en este lugar. Me reúno con los fogoneros que hablan de gobernar
esta ciudad atestada de ratas. Cuando un mendigo se me acerca, como un amigo le
doy algo de dinero, mientras el erario de todos se hunde en el fango del coñac,
entre bebedores de frac y monstruos suavemente retocados para no espantarse a
sí mismos.
Es agradable cuando me hundo en
la almohada, con alguna esperanza de recibir un manotazo de aire fresco que
amortigüe el inexorable mañana.
¡Carajo!
Un caballo veloz ha partido desde el lugar de mi nacimiento con la
certeza de encontrarme antes de mi muerte. A veces se detiene a pastar en algún
prado verdísimo, cerca de un río que se viene a mi memoria cuando sofoco alguna
maldición con una cerveza. Pobre caballo mío visto por alguna mujer que seca
sus manos en el delantal, a través de la ventana que da a los campos de
cultivo. Los borrachos de al lado creyeron haber visto un caballo joven
acercarse a su mesa y se han tirado aparatosamente. Y yo sólo he dicho ¡
Carajo!
Por eso este veneno
Poco tiempo tengo ya para decidirme –dije- para buscar el sitio donde
ha de quedar mi cuerpo inerte. Ya he muerto, saboreando el hambre en las
panaderías, hilvanando fécula por fécula el grano de mi muerte. Yo no he
imaginado los trigales al morder el pan, y alguien hizo el milagro de convertir
mi pan en piedra. ¿Cómo podré entonces decirles a todos que mi muerte es el
último rito de mi muerte y la última queja de mi vida? ¿Cómo hacerles ver a mis
asesinos que mis manos tibias o heladas alimentarán a los pájaros en cada
amanecer? Y bien, si he de morir fulminado en cualquier esquina, más de alguna
mosca habrá de posarse en mis labios, tomar mi canto y llevarlo a los basurales
en donde, sin duda alguna, mis hermanos no dedicarán minutos de silencio en mi
memoria. Sus párpados se cerrarán dejando fuera las lágrimas dolidas. Y todos
juntos y en silencio, le pondrán punto final a este poema
¡Oh, qué bello! Gritó una voz
fofa en el fondo. ¡Hurra!, dijo otro, ¡Qué bien por el poeta! Hoy sí tenemos
poeta, es la esperanza. Es nuestro Neruda -dijo alguien por vez primera.
Tengo más de veinte años de recordar esta glamorosa estupidez, esta
locura. Yo antes tan digno e inocente con mis saltos de corazón, con mi propia
boina gris, más que poesía, menos estupidez es lo que quería.
Y nunca, en mi santísima
ebriedad, incluso, en medio de la más inaudita tormenta en que he dado contra
los bordes oscilantes de las calles, en compañía de mis célebres filósofos, he
roto la promesa.
Por eso este veneno y la sangre
con que escribo.
De los poetas que mueren de
hambre
De los poetas que mueren de hambre, de los amorosos, de la musa flaca
vista en Baudelaire, de la perorata poética, de la piel de higo de la petit
poetisa, del negro vozarrón agudo con que chilla Vallejo, de los versos más
tristes de Neruda, de la Cucaracha Samsa, de las dos piedras que llevaba en las
manos Alfonsina Storni, de los hospitales construidos por Álvaro Mutis, del
infinito muro en que se sostuvo Borges, una noche que habló consigo mismo; del
árbol de raíces de agua de Octavio Paz, de las costillas peladas de Rocinante,
de los brazos rotos y los rostros fragmentados de Guayasamín, de la tierra
baldía de Eliot, de la Estigia de Dante,
de las hojas de hierba de Whitman; de Lola, la mujer de Miller, y de Lolita; de
todo, amigos, de todo se burla Dios.
Esto no es literatura, mucho
menos poesía
De manera inevitable, en la ribera de mis Causas Perdidas, un poeta se ha lanzado y ha
dado de bruces contra la corriente. Como sobre una rampa, sin química ni sport,
el poeta me ha visto en amena charla. Yo le he divisado armónico, en éxtasis,
iluminado con su canon a cuestas, terriblemente iluminado. Ha mencionado que en
mi poesía algo se sale de contexto. Ya nadie me atrapa, le he respondido, estoy
libre de poesía. Ahora doy clases de confort en el arte y me interesa sólo el
vértigo y la destrucción. En medio de la atmósfera diluviana, el poeta me mira
empequeñecer desde lo alto, y se lanza contra toda mi sangre y contra el fuego
de mis Causas Perdidas. En la tromba, mis versos heroicos se aíslan en su
charco, hoscos, huraños, sin perdón, y el poeta, inaudito en la novedad muda,
acelera el navajazo en una de mis joyas. Ya en la soledad y después de mis
magras viandas, lo he sabido. Esto no es literatura, mucho menos poesía.
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